sábado, 27 de agosto de 2011

Jugar a las cabrillas

¿Qué harías tú si encontraras un tesoro? ¿Nunca lo has pensado? Imagínate que encuentras una bolsa con setecientas guineas de oro. O una montaña de doblones de a ocho. ¿Qué harías, eh, con tanto dinero? Los personajes de La isla de tesoro van en busca de uno, siguiendo las pistas que Flint, un pirata con apego a la bebecua, ha dejado en un mapa. Para eso deben equipar un navío y emprender toda una aventura. ¿Valdrá la pena? El doctor Livesey no lo tiene tan claro pero el hacendado Jonh Trelawney es hombre de palabra enérgica:

¡Claro está, señor mío! -exclamó el hacendado-. Tan seguro estoy de que vale la pena, que estoy dispuesto a equipar una nave en el puerto de Bristol, junto con vos y este buen Hawkins, para ir en su búsqueda. No importa que tardemos un año en encontrarlo. 
-¡De acuerdo! -dijo el doctor.

Leer un libro es también como emprender una aventura. ¿Tú crees que vale la pena? ¿Nos espera un tesoro en la última página? Y si lo hay, ¿qué harías con él? ¿Tú estás dispuesto a equipar una nave con aguerridos marineros para llegar al lugar donde se esconde el tesoro? ¿Valdrá la pena?
Mira que durante la travesía pueden acecharte verdaderos peligros. Porque esos tomazos que publica Javier Marías, ¿no son constantemente una amenaza para el lector? Y los adjetivos manidos que te atacan en los libros de Maruja Torres, ¿no te dan miedo?  O las digresiones morales con que intenta aleccionarte el narrador de las novelas de Fernán Caballero..., bufff, ¿tú eres capaz de soportar eso?
Definitivamente, leer un libro es toda una hazaña. 

El caso es que nosotros, como los personajes de la novela de Stevenson, decidimos que sí valía la pena buscar un tesoro. Pero un tesoro de verdad, lleno de monedas de oro, diamantes y todo eso. Así que nos pusimos a ello sin importarnos para nada tener que estar buscando todo un año.
Por la posada "Quintana" barzoneaba todas las tardes la fauna de Prellezo (nortes de Cantabria). Allí descollaban un cuidador de vacas adicto al ibuprofeno y un marinero barbudo que había estado faenando por toda Europa. A este último no solía yo quitarle ojo de encima. Su aspecto rufianesco y desaliñado, sus palabras escupidas al aire de la taberna con un tono desafiante y chulesco, el extraño cofre que siempre llevaba consigo y la tonada que no dejaba de barbotar en los momentos en que el ron le golpeaba con más virulencia me recordaban a alguien.
¿A quién demonios se parece este tío?, pensé una noche mientras él volvía a entonar su estruendosa canción:

Quince hombres sobre el cofre del muerto.
¡Yo-ho-ho! ¡Y una botella de ron!
La bebida y el diablo se llevaron el resto.
¡Yo-ho-ho! ¡Y una botella de ron!

¡Ya está!- me dije. ¡Es Billy Bones, el filibustero borracho que posee el mapa que conduce al tesoro de Flint!¡Este espantajo legañoso tiene pues el salvoconducto que nos hará ricos!
De modo que una noche de algazara, cuando los ríos de ron y de sidra inundaban el mesón provocando un naufragio de voces, risas, vasos y otras cristalerías, yo aproveché un descuido de Bones para hacerme con el cofre y rescatar, de entre la mucha pedrería que este contenía, el pergamino donde se dibujaba el mapa del tesoro.
Al día siguiente, bien temprano, iniciamos la búsqueda, como los personajes de Stevenson. Nosotros no disponíamos de la "Hispaniola", la goleta que comanda el capitán Smollet, ni falta que nos hacía. Íbamos a pie, protegidos por Antuán, el perro de Alberto. Mientras caminábamos por senderos misteriosos y nos adentrábamos en parajes recónditos yo iba comparando a mis compañeros con los personajes de la novela.
Alberto, por ejemplo, se me parecía al joven grumete Jim Hawkins, por ser más inquieto, enérgico y atrevido que los demás. Encabezaba siempre la expedición, atento a cualquier posible contratiempo. Mira lo que te digo:





Chica, es decir, la doctora Casado, compartía profesión con el doctor Livesey, pero yo la relacionaba más bien con Ben Gunn, el hombre de la isla, el marinero abandonado a su suerte en la isla lejana y solitaria, marooned. Ben Gunn era ágil, valiente y es el que ayuda a Jim cuando este tiene que huir del malvado Silver. A Valle y a Guerle las veía yo como el doctor Livesey y el capitán Smollet, respectivamente. Son el alma del grupo, los que aportan la inteligencia, el sentido común, la practicidad, los que conocen todos los códigos de la piratería y los que no pierden los nervios en las situaciones de mayor tensión. Para mí reservaba el papel del hacendado John Trelawney, de rostro áspero y casi tosco, de piel curtida y bronceada, porque yo estaba dispuesto a hacer lo mismo que él una vez hallado el tesoro:

-Dentro de tres semanas ...  ¡tres semanas!, o quizá de quince días o de ocho, tendremos la mejor nave y la tripulación más escogida de toda Inglaterra. Hawkins será un mozo de cámara como jamás haya habido otro, y vos, doctor Livesey, el médico de a bordo. En cuanto a mí, yo seré el almirante del barco. Redruth, Joyce y Hunter vendrán también con nosotros. Tendremos buen viento y fácil travesía. Sin dificultad hallaremos el tesoro y acudirá el dinero a nuestras manos... Por el resto de nuestros días jugaremos a las cabrillas.


 ¿No es un plan fantástico? ¡Pasarse la vida jugando a las cabrillas! Sentarte en un banco de madera, pongamos por caso, frente a un lago, y tirar piedras contra el agua de forma que estas reboten la mayor cantidad de veces posible.
Pensando en esto llegamos a la playa de Propendu o de la soga secreta (rebautizada así por nuestro capitán Smollet), donde el mar se enfurecía contra las múltiples cuevas que formaban las rocas. La bajada, además,  era muy peligrosa:



Por allí no vimos ningún tesoro, pero nos dio igual porque alguien se puso a recitar este poema de Juan Ramón Jiménez mientras las olas cabrilleaban con fuerza:


                  MAR

Parece, mar, que luchas
-¡oh desorden sin fin, hierro incesante!-
por encontrarte o porque yo te encuentre.
¡Qué inmenso demostrarte,
en tu desnudez sola
-sin compañera... o sin compañero
según te diga el mar o la mar-, creando
el espectáculo completo
de nuestro mundo de hoy!
Estás, como en un parto
dándote a luz -¡con qué fatiga!-
a ti mismo, ¡mar único!,
a ti mismo, a ti solo y en tu misma
y sola plenitud de plenitudes,
...¡por encontrarte o porque yo te encuentre!

                              Diario de un poeta recién casado (1916)




                                                                                                 Playa de la soga secreta, de Isabel Guerle


Sin perder ni un adarme de esperanza, nos encaminamos a la playa de Arnía, donde nos esperaba una tormenta de arena. Tampoco vimos por allí ningún cofre repleto de oro pero sí el espectáculo de este atardecer:

 


Luego subimos al monte, que a mí me recordaba la colina de El Catalejo, por trochas angostas, por veredas escarpadas. Ni rastro de guineas de oro. Nada. Pero sí unas vistas mareantes, deliciosamente mareantes:




Un poco decepcionados regresamos al mesón Quintana, pensando que Billy Bones, aquel bucanero fanfarrón del pueblo, nos había engañado. Llegamos y como no estaba por allí decidimos esperar su venida. Para hacer soportable la espera, pedimos ron, ginebra y una baraja de cartas. 
No éramos ricos, no habíamos encontrado el tesoro, así que necesitábamos quitarnos el disgusto. Empezamos a jugar al hijoputa. Alguien se levantó al rato y trajo unos lacasitos. Pedimos más ron y más ginebra. Y unos pistachos. Poco a poco nos fuimos metiendo en la partida, porque tampoco era cosa de perder encima a las cartas. Sin darnos cuenta fuimos elevando el tono de voz, alguien incluso tarareó la tonada del capitán Flint. Más ron y más ginebra y más lacasitos. Más cartas, más voces, más risas. Fingidas protestas, bromas, chistes, chacotadas. Una hora, dos horas, tres horas, cuatro horas. Ron con coca-cola, gintonic de Smirnoff!, frutos secos, quién reparte ahora, ¿más lacasitos?, te toca, oyes, o cinco o bastos, jarana, cuchufletas, paparruchadas, no vale decir nombres propios ni números, me tenéis que dar las gracias al tirar una carta, chanzas, mofas, te mamas dos, pídeme otra, cinco horas, seis horas, siete horas, payasadas, bufonadas, hay que poner un pie encima de la mesa, hay que intercambiarse una prenda, ocho horas, nueve horas, ron, ginebra, bobadas, desatinos, garambainas...

Al salir del mesón Quintana diez horas después lo comprendimos todo.
Nos sentíamos plenos, eufóricos, felices.
¡Nos sentíamos ricos!; ¡habíamos encontrado el tesoro!
Miré de nuevo el mapa. Vi una anotación de referencia que no había visto antes. Efectivamente, el tesoro estaba en el Quintana.
Ese era el tesoro: una tarde entera de finales de verano jugando a las cartas y bebiendo con los amigos en un pequeño pueblo desconocido.
No hay otro tesoro.
Volvimos a casa. Millonarios ¿Tú crees que están tristes o alegres? ¿Que son pobres o ricas?



Así que al día siguiente nos levantamos y le hicimos caso a las palabras del hacendado Trelawney:




Hasta hoy no hemos estado haciendo otra cosa más que jugar a las cabrillas.

9 comentarios:

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  2. Me encanta el mar! Es tocar el agua con los pies y subirme un cosquilleo por la barriga.. que no se puede explicar!
    Siempre soñé con comprarme una casita a pie de playa, para poder dar paseos al atardecer, pescar y sentarme en una hamaca para que la brisa me acaricie la cara... Te dejo un poema, sabrás decirme de quien es? =)
    Un saludo Víctor, y aprovecha que ya queda poco para que terminen las vacaciones! jajaja


    Pongo estos seis versos en mi botella al mar
    con el secreto designio de que algún día
    llegue a una playa casi desierta
    y un niño la encuentre y la destape
    y en lugar de versos extraiga piedritas
    y socorros y alertas y caracoles.

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  3. Quién penetró el secreto de la playa, de la soga secreta?

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  4. Lucía, qué alegría saber de ti! Y qué bueno que me mandes poemas de Benedetti!
    Espero que en el verano hayas escrito algún que otro poema.
    Y aún puedes visitar el mar, antes de que empiecen de nuevo las clases.
    Un saludo.

    Valle, el secreto de aquella playa es incognoscible, como la buena poesía.
    Besos.

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  5. Descreo de la incognoscibilidad (jo, ¡vaya palabreja!) de la playa de la Soga Secreta, o Propendu, según la llamó Setín y lo confirmó Quintanilla, aunque tú, Valle, no prestaras atención porque estabas más atenta al Chinchón o al as de bastos. Hubo un tiempo en que tal playa tuvo dos colonos. Lametazos antuanescos.

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  6. ¡Que fantástico viaje! Todas estas fotos me recuerdan a no se qué aventura en Lisca Bianca, quizá por alguno de esos acantilados que aparecen en las fotos siga perdida Anna, la protagonista de aquella genial película de Antonioni...

    Sin lugar a dudas hay miles de tesoros aquí y allá esperando ser encontrados ¡Solo hay que saber buscar bien en derredor a la X!

    PD: Me fascinan Las Baladas ovaladas de tu blog ¡casi un crimen no leerlo!

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  7. Juanjo, ya sabes que contigo yo siempre me quito el cráneo.
    Tenemos que vernos; estoy deseando oírte tocar y cantar tus propias letras.
    Yo pongo las guinnes!!!

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  8. Hola Víctor. Jo, desde que eres rico ya no nos das satisfacciones literarias a los pobres. ;) ¡Anímate a contar nuevas historias! Seguro que el inicio del curso ya te ha dado algún argumento interesante.
    Un beso muy grande.

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  9. Virginia, cielo, no tengo tiempo ni para comer.
    Pero prometo seguir dando la matraca en breve.
    Un besazo.

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