martes, 29 de noviembre de 2011

Gracias, Julio


  Cuando en una de sus legendarias columnas de El País, Francisco Umbral citaba a Sabina ("La movida se acaba; hasta en el Rock Ola programan al decadente Sabina"), el cantautor andaluz, emocionado, eufórico, pese a la pulla recibida, le dedica el siguiente soneto:


           A PACO UMBRAL

Nunca olvidabas festejar a Olvido,
a Berlanguita, a Cela, a Ramoncín,
cómo te odiaba, viéndome excluido
de la efímera fama del spleen.

Soñaba que mi nombre, con negritas,
brillaba en tu columna de El País,
entre lumis, cebrianes y pititas,
o con Ana (la amo) vis à vis.

Pero, al fin, mi delirio incontinente
se ha visto, a fuego fatuo, cocinado...
¿qué importa que me llames decadente?

¡Me has citado, dios mío, me has citado!
Ese adjetivo, Umbral, directamente,
al umbral del parnaso me ha llevado.


La misma emoción sentí yo el pasado viernes 25 de noviembre cuando leí, como cada día, las palabras que Rafael Reig escribe en su blog. Te lo cuento.
En su entrada "Hoy es el Día de la Librerías" hablaba de la importancia de los buenos libreros, y mentaba a su amigo Eduardo Gómez de Enterría.
Ambos fueron amigos de... ¡Julio Vélez!
Mañana en el instituto inauguramos la feria del libro en la biblioteca que va a llevar el nombre de...¡Julio Vélez!
Este es Julio Vélez (ya hablaremos de él):





¡Caramba! ¡Caracoles! ¿Tú crees en las casualidades?
El tío a quien más libros le he comprado este último año (Manual de literatura para caníbales, Autobiografía de Marilyn Monroe, Visto para sentencia, Hazañas del capitán Carpeto, Todo está perdonado...) y que tiene el blog más interesante de todos cuantos hay (no te lo pierdas en www.hotelkafka.com) habla del poeta que más he leído en el último mes.
Le escribí un correo invitándole a venir al instituto. Mis alumnos lo conocen. En mis clases lo suelo citar y lo intento emular, porque nadie habla de literatura con esa mezcla de amor y humor. Rafael Reig desacraliza la literatura y te la acerca, te la pone delante, en los labios, para que tú solo tengas que sacar la puntita de la lengua.
¿Quieres aprender literatura? ¿Quieres partirte de risa mientras lees? Entonces cómprate su Manual de literatura para caníbales.
¿Quieres aprobar unas oposiciones de Lengua y Literatura? Cómprate Manual de literatura para caníbales.
Pero a lo que te iba; el caso es que el tío me respondió, y se mostró muy amable, y se ofreció a venir más adelante, para hacer algo con los alumnos.
Créeme: de todos los escritores actuales, pocos hay que tengan su misma imaginación, su mismo ingenio, su misma manera de explicar las cosas.
Así que llevo varios días diciendo lo de Sabina:

"¡Me has citado, dios mío, me has citado!"

Aunque solo sea en respuesta a un comentario.
Gracias, Reig, ya nos tomaremos una por Julio Vélez:





http://www.hotelkafka.com/blogs/rafael_reig/

domingo, 20 de noviembre de 2011

Carne de perro y agua de la mar salada

  Es como si el destino de nuestra pobre madre patria ya estuviera escrito en un romance del siglo XIV. Delgadina, que ha rechazado ser la amada de su propio padre, es confinada en una sala, comiendo solo carne de perro y a beber agua salada. 
  Viendo el panorama político y económico actual, parece que eso es lo que nos espera: carne de perro y agua de la mar salada. 
  Pero hay una diferencia. Delgadina sufre porque se rebela ante el poder caprichoso de su padre, que quiere beneficiársela. España sufre a pesar de la sumisión de los politicastros que nos desgobiernan ante el poder omnímodo y caprichoso de eso que llaman mercados. Esos mercados que están siempre dándonos por rasca.
  Quiero decir que Delgadina se muere de hambre y sobre todo de sed, pero tiene las posaderas intactas; España está engalgueciendo a base de recortes y más recortes, muriéndose de sed y de hambre, y tiene encima el nalgueo enrojecido.
  Hoy dicen que hay elecciones generales. Y, visto lo visto, habrá también para los fachoides erecciones generales. 
De todas las versiones que siempre existen de un romance, la que sigue es la que más me gusta:


Rey moro tiene tres hijas,
todas tres como la plata.
La más chiquitita de ellas
Delgadina se llamaba.
Un día estando a la mesa
su padre la remiraba.
-¿Qué me remira usted, padre?
-Hija, no te veo nada,
yo lo que quiero es que seas
tú la mi serica amada.
-No lo permita Dios Padre
ni la Virgen Soberana,
que en vida de la mi madre
sea tu serica mala.
-Pronto, pronto, mis criados,
encerradla en una sala:
si pidiera de comer,
carne de perro salada,
si pidiera de beber,
agua de la mar salada,
si pidiera de almohada,
el poyete de la ventana.
Ya se asoma Delgadina
y asomóse a una ventana.
Con lágrima de sus ojos
toda la sala regaba.
Viera pasar a su hermana
jugando juegos de damas.
-Hermana, si eres mi hermana,
dame una poquita de agua
que de sed y non de hambre
salir se me quiere el alma.
-Entrate, perra cochina,
entrate, perra marrana,
que no quisites hacer
lo que el rey, mi padre, manda.
-Hermano, si eres mi hermano,
dame una poquita de agua
que de sed y non de hambre
salir se me quiere el alma.
-Entrate, perra cochina,
entrate, perra marrana,
que no quisites hacer
lo que el rey, mi padre, manda.
Ya se entraba Delgadina
y asomóse a otra ventana.
Con lágrimas de sus ojos
toda la sala regaba.
Viera pasar a su madre
-Madre, si eres mi madre,
dame una poquita de agua
que de sed y non de hambre
salir se me quiere el alma.
-Si el rey, tu padre, se entera
el cuchillo a la mesa
la cabeza nos cortaba.
Ya se asoma Delgadina
y vio a su padre que pasaba.
-Padre, si eres mi padre,
dame una poquita de agua
que de sed y non de hambre
salir se me quiere el alma.
Pronto, pronto, mis criados,
id y traedle el agua.
Ellos en estas palabras,
Delgadina el alma entregara.


Y por aquí una curiosa versión rapeada del romance:


http://www.youtube.com/watch?v=zlrGVSbs4Og


martes, 15 de noviembre de 2011

Ser, del lagarto, el rabo

  ¡Qué vida esta! Todos los días lo mismo, siempre igual. "Andan días iguales persiguiéndose", algo así escribió Neruda, que tuvo una vida de lo más movida. 
  Al ser humano lo destroza la rutina. Por culpa de la rutina se traiciona, o se peca, o se mete uno un pico, o se mata al vecino.
  Sin embargo la rutina no está considerada un pecado capital ni se dan cursos en las escuelas para prevenirla ni los políticos sacan leyes para combatirla. La rutina, el día a día, con su fardo de grisura, es un arma de destrucción masiva. Los personajes de Carver están todos derrotados, amargados, yo creo, porque no están hechos para la vida diaria. Parece que entre la rutina y el dolor, eligen esto último.
  Y es que, a lo mejor, no estamos hechos para esa monotonía de tener que levantarse todos los días y desayunar tostadas, cepillarse los dientes, trabajar, comprar el pan en la tienda de la esquina, indignarse con las noticias de los periódicos, lavar los platos y limpiar el polvo, ese polvo que silenciosa y pertinazmente se va posando en los muebles del salón, con la misma terquedad insidiosa con que nos persigue, -y nos atrapa- la rutina.

  Como siempre, Rafael Reig, en su novela Todo está perdonado, lo dice más y mejor:

  En otras palabras: la especialidad nacional. Aquí nadie tiene suelto, sólo llevamos billetes grandes.
  Todo el mundo está dispuesto a sentir una pasión gigantesca, pero nunca a mostrar la más mínima amabilidad. Tenemos los bolsillos repletos de sacrificios heroicos, aunque jamás aceptamos sufrir pequeñas incomodidades. Si hay una operación quirúrgica, nos pasamos noches en el hospital, pero no hay nadie disponible para cuidar a quien sólo sufre un catarro. Ante una tragedia, todos firmamos un cheque en blanco para cubrir los gastos y, sin embargo, nadie encuentra calderilla para hacer frente a los molestias diarias. Nos sobran billetes para entregar la vida entera por amor y ni una sola moneda para acompañar a la persona amada al súper.
  Nunca llevamos suelto, sólo esos billetes que se pueden exhibir sin peligro de que alguien tenga cambio: siempre acaba pagando otro.
  Que no nos pidan esfuerzos demasiados pequeños, estamos hechos sólo para las grandes ocasiones, fabricados a una escala incompatible con la vida cotidiana, con los dolores sin importancia, con el amor de muchos días y de tantas tardes de domingo lluvioso.
  Y de nada valen nuestras buenas intenciones: la vida nunca tiene cambio.

  Visto lo visto, ¿qué hacer? ¿Cómo vivir? ¿Cómo enfrentarse a los días llenos de horas insulsas, de minutos horriblemente insustanciales, de segundos insufriblemente tediosos? 
  En esta tarde de noviembre hay un cielo envilecido de nubes, unos aŕboles doblados por la lluvia y un frío que está como preñado de sí mismo. Desde mi ventana veo una vieja aplastada por su negro paraguas siguiendo los tañidos como de niño huérfano que tienen las campanas. Rueda por la calle un viento seco, que va dejando un verdín de tristeza en los ladrillos.

Y comprendes, despacio, sin angustia,
que esta tarde no tienes realidad, pues a veces
la vida se coagula y se interrumpe, y nada entonces
puedes hacer contra ello, más que sufrir un sufrimiento
desorientado y perezoso, una manera de dolor marchito,
y recordar, prolijamente,
algunos muertos que fueron desdichados.

  Recordando, pues, como el poeta Félix Grande, a algunos muertos que fueron desdichados, paso la tarde y corrijo exámenes, selecciono textos para mañana, pongo lavadoras, escucho la radio y me acerco a la ventana, como Álvaro de Campos, el heterónimo de Pessoa:
Me acerco a la ventana y veo la calle con absoluta claridad,
veo las tiendas, veo las aceras, veo los coches que pasan,
ve a los entes vivos vestidos que se cruzan,
veo a los perros que también existen,
y todo esto me pesa como una condena al destierro,
y todo esto es extranjero, como todo.

He vivido, estudiado, amado, y hasta creído,
y hoy no hay un mendigo al que no envidie sólo por no ser yo.
Miro los andrajos de cada uno y las llagas y la mentira,
y pienso: puede que nunca hayas vivido, ni estudiado, ni
amado ni creído
(porque es posible crear la realidad de todo eso sin 
hacer nada de eso);
puede que hayas existido tan sólo, como un lagarto al
que cortan el rabo
y que es un rabo, más acá del lagarto, removidamente.

viernes, 4 de noviembre de 2011

El paracetamol de William

  Cuenta Vargas Llosa que William Faulkner escribió Santuario en tres semanas, inmediatamente después de El ruido y la furia.
  Yo he hecho algo parecido (bueno, más o menos) y en tres semanas me he leído El ruido y la furia, e inmediatamente después Santuario, novela que he terminado hace un rato, mientras caía la noche por mi ventana.
  Yo creo que no hay nada mejor para darse un enorme atracón de lectura que un buen resfriado, de esos que te tumban en la cama o el sofá, de modo que se van mezclando a lo largo de la tarde la fiebre, el adormilamiento y la trama del libro. Y por si fuera poco, tampoco ha faltado fuera, terca y amable, la lluvia. 
  O sea que ha sido una tarde de un excelente malestar.
  Así que ahora mismo no sé muy bien si he soñado o he leído que Popeye, un matón psicópata e impotente, mata a Tommy, un retrasado mental, y viola luego con una mazorca de maíz a Temple Drake, una muchachita estúpida de diecisiete años a la que luego lleva a un burdel y obliga a acostarse con Red, al que también mata.

  No hará falta decir que he tenido uno de esos sueños agitados en que te despiertas sudando y con el corazón desbocado.

  Por suerte, el amigo William tiene el detalle de no detallar el fatídico instante en que se consuma la horripilante escena de la violación que vertebra la trama de la novela:

Popeye se volvió y la miró. Movió un poco la pistola, se la guardó en la chaqueta y avanzó hacia ella. No hacía el menor ruido al moverse; la puerta, sin sujeción, se abrió para golpear después contra la jamba, pero tampoco hizo el menor ruido; era como si el ruido y el silencio se hubieran invertido. Temple podía oír el silencio como un susurro atronador mientras Popeye iba hacia ella atravesándolo, apartándolo, y empezó a decir "Me va a pasar algo". Se lo estaba diciendo al anciano con las flemas amarillentas en lugar de ojos. "¡Algo me está pasando"!, le gritó al viejo, sentado al sol en su silla, con las manos cruzadas sobre la empuñadura del bastón. "¡Se lo dije"!, gritó, haciendo estallar las palabras como silenciosas burbujas calientes en el silencio cegador que los rodeaba, hasta que el anciano volvió la cabeza y los dos coágulos de flema hacia donde ella, tendida sobre las ásperas tablas bañadas por el sol, se agitaba, sacudiendo brazos y piernas. "¡Se lo dije! ¡Se lo dije desde el primer momento!

  Si Popeye, el sádico gánster, es un impotente, también lo es, en otro sentido, Horace Benbow, el abogado que intenta ayudar a Ruby Lamar y a su  famélico hijo sacando de la cárcel a la pareja de esta, Lee Godwin, otro violento que trafica con alcohol en la casa del Viejo Francés, y que es acusado injustamente por el asesinato de Tommy.

  Pero el supuesto bueno de la película, Horace Benbow, que finalmente no consigue que el pueblo no condene y queme vivo a Lee, tampoco se va de rositas, porque, aparte su condición de ser débil y fracasado, mantiene, en una primera versión de la novela, relaciones de incesto con su hermana Narcissa y con su hijastra Belle.
  De esta manera, la novela bordea ya (incluso lo bordea por el lado de dentro) el rostro más repugnante del mal.  En ella el mal está por todas partes, incluso entre los que parece que quieren hacer el bien.
Eso es lo verdaderamente acojonante, que al final el mal y el bien vienen a ser lo mismo o a tener en el fondo los mismos intereses. Así ve la novela Rafael Reig, que la comenta en su blog magistralmente:

El mal y el bien. Los buenos protegen la inocencia y a las chicas. Los malos les arrancan la ropa y las violan (aunque sea con una mazorca de maíz).
Sí, pero lo terrible es que lo hacen por la misma razón, como le dice al final de la novela a Horace el conductor:
We got to protect our girls. Might need them ourselves.
Tenemos que proteger a nuestras chicas. Podríamos necesitarlas nosotros.

 Horace Benbow tiene 43 años años y está perdido. Es un pobre imbécil asustado (como le dice Ruby Lamar) que ha abandonado a su mujer (que parece ser un poquito casquivana) porque comía gambas y todos los viernes, durante diez años, él ha tenido que ir a la estación a recoger la canasta de las gambas, que gotea, y volver a casa con ellas mientras piensa que su vida se va extinguiendo al igual que esas manchas de gambas desaparecen rápidamente sobre una acera de Missisippi.
Casi al final de la novela, consciente de la inutilidad de todos sus esfuerzos y hundido por la inevitabilidad del triunfo del mal, su pensamiento se desahoga con trágica hondura:


Sería mejor que se muriera esta noche, pensó Horace mientras seguía andando. Y morirme yo también. Pensó en Temple, en Popeye, en la mujer, en el niño y en Goodwin, todos en un solo aposento, desnudo, mortífero, donde las cosas se viesen juntas y también en perspectiva: un único instante, a mitad de camino entre la indignación y la sorpresa, que lo borrara todo. Y también a mí; pensando en que sería esa la única solución. Arrancados, cauterizados del viejo y trágico costado del mundo. Y yo también, ahora que estamos todos aislados; pensando en el suave viento oscuro que sopla en los largos corredores del sueño; en yacer bajo un techo acogedor que puede tocarse con la mano, oyendo indiferente el prolongado repiqueteo de la lluvia: del mal, de la injusticia, de las lágrimas.

  Uno termina la novela conmocionado, en estado de catarsis, viendo ahora que los dolores de huesos y de cabeza y las tembleras que me proporcionaba la fiebre  y que eran el preludio de mi muerte no son más que leve cosquilleo, suave rasguño, minucia sin importancia.
  No hay nada mejor que un Faulkner para curarse el resfriado.
  ¡Gracias, William!