Cuenta Vargas Llosa que William Faulkner escribió Santuario en tres semanas, inmediatamente después de El ruido y la furia.
Yo he hecho algo parecido (bueno, más o menos) y en tres semanas me he leído El ruido y la furia, e inmediatamente después Santuario, novela que he terminado hace un rato, mientras caía la noche por mi ventana.
Yo creo que no hay nada mejor para darse un enorme atracón de lectura que un buen resfriado, de esos que te tumban en la cama o el sofá, de modo que se van mezclando a lo largo de la tarde la fiebre, el adormilamiento y la trama del libro. Y por si fuera poco, tampoco ha faltado fuera, terca y amable, la lluvia.
O sea que ha sido una tarde de un excelente malestar.
Así que ahora mismo no sé muy bien si he soñado o he leído que Popeye, un matón psicópata e impotente, mata a Tommy, un retrasado mental, y viola luego con una mazorca de maíz a Temple Drake, una muchachita estúpida de diecisiete años a la que luego lleva a un burdel y obliga a acostarse con Red, al que también mata.
No hará falta decir que he tenido uno de esos sueños agitados en que te despiertas sudando y con el corazón desbocado.
Por suerte, el amigo William tiene el detalle de no detallar el fatídico instante en que se consuma la horripilante escena de la violación que vertebra la trama de la novela:
Popeye se volvió y la miró. Movió un poco la pistola, se la guardó en la chaqueta y avanzó hacia ella. No hacía el menor ruido al moverse; la puerta, sin sujeción, se abrió para golpear después contra la jamba, pero tampoco hizo el menor ruido; era como si el ruido y el silencio se hubieran invertido. Temple podía oír el silencio como un susurro atronador mientras Popeye iba hacia ella atravesándolo, apartándolo, y empezó a decir "Me va a pasar algo". Se lo estaba diciendo al anciano con las flemas amarillentas en lugar de ojos. "¡Algo me está pasando"!, le gritó al viejo, sentado al sol en su silla, con las manos cruzadas sobre la empuñadura del bastón. "¡Se lo dije"!, gritó, haciendo estallar las palabras como silenciosas burbujas calientes en el silencio cegador que los rodeaba, hasta que el anciano volvió la cabeza y los dos coágulos de flema hacia donde ella, tendida sobre las ásperas tablas bañadas por el sol, se agitaba, sacudiendo brazos y piernas. "¡Se lo dije! ¡Se lo dije desde el primer momento!
Si Popeye, el sádico gánster, es un impotente, también lo es, en otro sentido, Horace Benbow, el abogado que intenta ayudar a Ruby Lamar y a su famélico hijo sacando de la cárcel a la pareja de esta, Lee Godwin, otro violento que trafica con alcohol en la casa del Viejo Francés, y que es acusado injustamente por el asesinato de Tommy.
Pero el supuesto bueno de la película, Horace Benbow, que finalmente no consigue que el pueblo no condene y queme vivo a Lee, tampoco se va de rositas, porque, aparte su condición de ser débil y fracasado, mantiene, en una primera versión de la novela, relaciones de incesto con su hermana Narcissa y con su hijastra Belle.
De esta manera, la novela bordea ya (incluso lo bordea por el lado de dentro) el rostro más repugnante del mal. En ella el mal está por todas partes, incluso entre los que parece que quieren hacer el bien.
Eso es lo verdaderamente acojonante, que al final el mal y el bien vienen a ser lo mismo o a tener en el fondo los mismos intereses. Así ve la novela Rafael Reig, que la comenta en su blog magistralmente:
El mal y el bien. Los buenos protegen la inocencia y a las chicas.
Los malos les arrancan la ropa y las violan (aunque sea con una mazorca
de maíz).
Sí, pero lo terrible es que lo hacen por la misma razón,
como le dice al final de la novela a Horace el conductor:
We got to protect our girls. Might need them ourselves.
Tenemos que proteger a nuestras chicas. Podríamos necesitarlas nosotros.
Horace Benbow tiene 43 años años y está perdido. Es un pobre imbécil asustado (como le dice Ruby Lamar) que ha abandonado a su mujer (que parece ser un poquito casquivana) porque comía gambas y todos los viernes, durante diez años, él ha tenido que ir a la estación a recoger la canasta de las gambas, que gotea, y volver a casa con ellas mientras piensa que su vida se va extinguiendo al igual que esas manchas de gambas desaparecen rápidamente sobre una acera de Missisippi.
Casi al final de la novela, consciente de la inutilidad de todos sus esfuerzos y hundido por la inevitabilidad del triunfo del mal, su pensamiento se desahoga con trágica hondura:
Sería mejor que se muriera esta noche, pensó Horace mientras seguía andando. Y morirme yo también. Pensó en Temple, en Popeye, en la mujer, en el niño y en Goodwin, todos en un solo aposento, desnudo, mortífero, donde las cosas se viesen juntas y también en perspectiva: un único instante, a mitad de camino entre la indignación y la sorpresa, que lo borrara todo. Y también a mí; pensando en que sería esa la única solución. Arrancados, cauterizados del viejo y trágico costado del mundo. Y yo también, ahora que estamos todos aislados; pensando en el suave viento oscuro que sopla en los largos corredores del sueño; en yacer bajo un techo acogedor que puede tocarse con la mano, oyendo indiferente el prolongado repiqueteo de la lluvia: del mal, de la injusticia, de las lágrimas.
Uno termina la novela conmocionado, en estado de catarsis, viendo ahora que los dolores de huesos y de cabeza y las tembleras que me proporcionaba la fiebre y que eran el preludio de mi muerte no son más que leve cosquilleo, suave rasguño, minucia sin importancia.
No hay nada mejor que un Faulkner para curarse el resfriado.
¡Gracias, William!
Bien por los resfriados que regalan tiempo para devorar lectura. ¿estás ya bien?.
ResponderEliminarLeí algo hace poquito que me hizo gracia y que tal vez sea únicamente una atribución más en cuanto a autoría. Parece que es de Wody Allen y viene a decir algo asíc omo "seguí un curso de lectura rápida y en 10 horas lei "Guerra y Paz"... me parece que iba de algo sobre Rusia..."
Evidentemente no es el caso...
¡Placer leerte¡