viernes, 28 de enero de 2011

Marlowe, demasiado Marlowe

Subrayé las frases que más me gustaron del libro, doblé el pico de las páginas que me hicieron levantarme de la silla, anoté los pasajes que más me divirtieron. Hoy he vuelto a coger el libro que leí hace un mes y me ha sorprendido verlo destrozado, ruinoso, ajado por el tiempo o como descuartizado por un león. Tiene páginas enteras subrayadas y me he visto como ese alumno que no sabe distinguir en un texto las ideas principales de las secundarias para hacer un resumen y por eso lo subraya todo, indiscriminadamente.
    Hablo de El largo adiós, de Raymond Chandler.

    En esta novela hay lo que en el resto de su obra: unos diálogos ágiles y corrosivos puestos al servicio del cinismo encantador de su protagonista, Philip Marlowe, unas descripciones originalísimas y siempre sorprendentes (los anuncios habrían hecho enfermar a una cabra criada con alambres espinosos y botellas de cerveza rotas) y una intriga muy bien llevada hasta la última página del libro. Pero en esta novela negra no aparece solo el detective privado, el sagaz sabueso, el sarcástico solitario. Estamos también ahora ante el hombre, con su ración de miedo, de dolor, de pena:


Nada en absoluto era la expresión correcta. Me sentía tan hueco y tan vacío como el espacio entre las estrellas. Cuando llegué a casa me serví un whisky muy abundante, me situé junto a la ventana abierta en el cuarto de estar, escuché el ruido sordo del tráfico en el bulevar de Laurel Canyon y contemplé el resplandor de la gran ciudad enfurecida que asomaba sobre la curva de las colinas a través de las cuales se abrió el bulevar. Muy lejos subía y bajaba el gemido como de alma en pena de las sirenas de la policía o de los bomberos, que nunca permanecían en silencio mucho tiempo. Veinticuatro horas al día alguien corre y otra persona está intentando alcanzarle. Allí fuera, en la noche entrecruzada por mil delitos, la gente moría, la mutilaban, se hacía cortes con cristales que volaban, era aplastada contra los volantes de los automóviles o bajo sus pesados neumáticos. A la gente la golpeaban, la robaban, la estrangulaban, la violaban y la asesinaban; gente que estaba hambrienta, enferma, aburrida, desesperada por la soledad o el remordimiento o el miedo; airados, crueles, afiebrados, estremecidos por los sollozos. Una ciudad no peor que otras, una ciudad rica y vigorosa y rebosante de orgullo, una ciudad perdida y golpeada y llena de vacío

Con todo, la ciudad, he ahí el misterio, sigue siendo para Marlowe fascinante:


Otra parte de mí quería marcharse para no regresar nunca, pero ésa era la parte de la que nunca hago caso. Porque de lo contrario me habría quedado en el pueblo donde nací, habría trabajado en la ferretería, me habría casado con la hija del dueño, habría tenido cinco hijos, les habría leído las historietas del suplemento dominical del periódico, les habría dado capones cuando sacaran los pies del tiesto y me habría peleado con mi mujer sobre el dinero que se les debía dar para sus gastos y sobre qué programas podían oír y ver en la radio y en la televisión. Quizás, incluso, habría llegado a rico, rico de pueblo, con una casa de ocho habitaciones, dos coches en el garaje, pollo todos los domingos, el Reader´s Digest en la mesa del cuarto de estar, la mujer con una permanente de hierro colado y yo con un cerebro como un saco de cemento de Portland. Se lo regalo, amigo. Me quedo con la ciudad, grande, sórdida, sucia y deshonesta.

Y casi al final de la novela aparece el amor, o el miedo al amor, o algo que se aproxima a todo eso:

Una hora después estiró un brazo desnudo, me hizo cosquillas en una oreja y dijo:
-¿Considerarías la posibilidad de casarte conmigo?
-No duraría seis meses.
-Vaya, por el amor de Dios -dijo-, supongamos que no. ¿No merecería la pena? ¿Qué esperas de la vida? ¿Cobertura completa contra todos los riesgos posibles?
(...)
Por la mañana aún seguía dormida cuando me levanté y preparé café. Me duché, me afeité y me vestí. Se despertó entonces. Desayunamos juntos. Llamé un taxi y bajé los escalones de secuoya con su bolso de viaje.
    Nos despedimos. Vi cómo el taxi se perdía de vista. Subí de nuevo, entré en el dormitorio, deshice la cama y volví a hacerla. Había un largo cabello oscuro en una de las almohadas y a mí se me había puesto un trozo de plomo en la boca del estómago.
    Los franceses tienen una frase para eso. Los muy cabrones tienen una frase para todo y siempre aciertan.
    Decir adiós es morir un poco. 


 

martes, 25 de enero de 2011

Un brindis por el grupo "In albis teatro"

   Me hicieron pasar un buen rato con Las nubes. Reí con grandes carcajadas en Las aves. Me estremecieron las caras llenas de pánico de las doncellas tebanas preludiando la inevitable guerra y el mortífero y brutal combate entre Eteocles y Polinices en Los siete contra Tebas. Con Anfitrion me revolví de placer en la butaca, deseando que la representación no acabara nunca. Y llegaron a lo más alto (Primer premio nacional del concurso de teatro grecolatino).
   Hace dos sábados lo volvieron a hacer. El grupo de teatro "In albis" estrenaba Las Bacantes de Eurípides. En un teatro abarrotado de gente, (y quiero matizar esto, gente joven), crearon en el público ese sentimiento tan díficil por escurridizo y tan impagable por placentero como es la emoción. Porque uno sentía exactamente lo que dice el diccionario de la RAE sobre la emoción (del lat. emotĭo, -ōnis): alteración del ánimo intensa y pasajera, agradable o penosa, que va acompañada de cierta conmoción somática.

   Vaya por delante que no entiendo de teatro.Vaya por delante que apenas he leído a los clásicos grecolatinos. Pero se agradece que un grupo de alumnos entre catorce y dieciocho años te conmocionen, te alteren el ánimo y te hagan salir del teatro de forma muy distinta a como entraste. Desde el principio las palabras de Dioniso (Javier Luque) y del coro de bacantes dejan muy claro que aquello es una obra seria, trabajada, sentida. Los chavales salen al escenario con una fuerza increíble, con una concentración enorme, creyéndose a muerte todo lo que dicen. Están tan metidos en su papel que el contagio no tarda en llegar. Pronto olvidas que estás en el teatro Oriente de Morón de la Frontera y las palabras duras y los gestos adustos de Pedro o Marcos enseguida son las del mismísimo Penteo, joven rey de Tebas o del adivino Tiresias. Ayudan a la creación de esta atmósfera necesaria los timbales que percuten sobre el ánimo del espectador y el juego de luces de rojos y negros que anuncian la tragedia. Todos los elementos están sabiamente utilizados, reforzando el inminente y fatal desenlace. Porque Penteo se ha opuesto a la celebración en Tebas del dios Dioniso y ha de pagar por ello. Baco, tras escapar de la cárcel, engaña a Penteo y lo conduce hasta el monte Citerón para contemplar las bacanales. Pero las ménades deliran y será la propia Ágave, madre de Penteo, quien inicie sin saberlo el despedazamiento de su hijo. La escena  de la omofagia alcanza el clímax de la obra. El autor consigue resolver esta situación con una elegancia que, al mismo tiempo, no resta un ápice de crueldad al momento. Luego, cuando Ágave recobra el juicio y descubre su crimen (acaso el peor de los crímenes posibles) inicia un llanto que espanta y sobrecoge.

   La culpa de que el grupo sea tan bueno la tiene Pepe Luque, un tipo singular, apasionado, carismático, entregado, valiente, obstinado, inconformista, que dirige al grupo desde hace años con seriedad y orgullo, incansablemente, porque cree en lo que hace y hace lo que cree. Ignoro si nació del muslo de un dios, pero posee el magnetismo que desprende Dioniso y su coro de Bacantes lo conformamos muchos más de los que estaban encima del escenario el otro día. 

   A la salida del teatro yo me fui a un bar cercano, a beber vino con unos amigos y a brindar por el grupo "In albis teatro", deseándole larga vida. Y, sabes qué, la copa me supo a ambrosía. ¡Evohé, evohé!




P.D. El próximo viernes 28 montan de nuevo Anfitrión en el teatro Oriente de Morón. ¿Te lo vas a  perder?


miércoles, 12 de enero de 2011

Espera



  Hoy, un poema de Caballero Bonald. 
Seguro que alguna vez has sufrido esta espera.






Espera


Y tú me dices
que tienes los pechos vencidos de esperarme,
que te duelen los ojos de tenerlos vacíos de mi cuerpo,
que has perdido hasta el tacto de tus manos
de palpar esta ausencia por el aire,
que olvidas el tamaño caliente de mi boca.

Y tú me lo dices que sabes
que me hice sangre en las palabras de repetir tu nombre,
de golpear mis labios con la sed de tenerte,
de darle a mi memoria, registrándola a ciegas,
una nueva manera de rescatarte en besos
desde la ausencia en la que tú me gritas
que me estás esperando.

Y tú me lo dices que estás tan hecha
a este deshabitado ocio de mi carne
que apenas sí tu sombra se delata,
que apenas sí eres cierta
en esta oscuridad que la distancia pone
entre tu cuerpo y el mío.

domingo, 9 de enero de 2011

Sobre Marianela y marianelos

-Y si Dios no quiere otorgarme ese don -añadió el ciego-, tampoco te separarás de mí, también serás mi mujer, a no ser que te repugne enlazarte con un ciego. No, no, chiquilla mía, no quiero imponerte un yugo tan penoso. Encontrarás hombres de mérito que te amarán y que podrán hacerte feliz. Tu extraordinaria bondad, tus nobles prendas, tu belleza han de cautivar los corazones y encender el más puro amor en cuantos te traten; asegúrate un porvenir risueño. Yo te juro que te querré mientras viva, ciego o con vista, y que estoy dispuesto a jurarte delante de Dios un amor grande, insaciable, eterno. ¿No me dices nada?

-Sí: que te quiero mucho, muchísimo -dijo la Nela acercando su rostro al de su amigo-. Pero no te afanes por verme. Quizá no sea yo tan guapa como tú crees.

Diciendo esto, la Nela, rebuscando en su faltriquera, sacó un pedazo de cristal azogado, resto inútil y borroso de un fementido espejo que se rompiera en casa de la Señana la semana anterior. Miróse en él; mas por causa de la pequeñez del vidrio érale forzoso mirarse por partes, sucesiva y gradualmente, primero un ojo, después la nariz. Alejándolo, pudo abarcar la mitad del conjunto. ¡Ay! ¡Cuán triste fue el resultado de su examen!

  Este momento sucede al final del capítulo ocho, cuando el ciego Pablo Penáguilas y su lazarilla, la huérfana Marianela, tontean sobre unos nogales del bosque de Saldeoro. A estas alturas de la novela (Marianela, de Benito Pérez Galdós, 1878), ya sabemos que Nela es más fea que un rayo y que hay que estar muy ciego, tanto como el esbelto Penáguilas, para admirar su hermosura. Galdós la describe así en el capítulo anterior:

  Una fuerza poderosa, irresistible, la impulsaba a mirarse en el espejo del agua. Deslizándose suavemente llegó al borde, y vio allá sobre el fondo verdoso su imagen mezquina, con los ojuelos negros, la tez pecosa, la naricilla picuda aunque no sin gracia, el cabello escaso y la movible fisonomía de pájaro. Alargó su cuerpo para verse el busto y lo halló deplorablemente desairado. Las flores que tenía en la cabeza se cayeron al agua haciendo temblar la superficie, y con la superficie, la imagen. La hija de la Canela sintió como si arrancaran su corazón de raíz y cayó hacia atrás murmurando:
-¡Madre de Dios, qué feísima soy! 

Los tortolitos, no obstante, disfrutan de su amor en largas pláticas y largos paseos acompañados de Choto, el perro. Pero un día llega al pueblo el médico Teodoro Golfín, quien afirma que puede devolverle la vista al ciego, como así hará. La Nela empieza a preocuparse. Teme que su amante descubra su fealdad. Teme que Pablo Penáguilas salga de su engaño y se desenamore. Por ese motivo, la Nela huye, trata de esconderse, quiere desaparecer, escabullirse por el abismo que muestra una cueva. ¿No te enternece la Nela? ¿No son comprensibles su miedo y su dolor? ¿No te parece que en el fondo todos tememos ser descubiertos, desnudados, abandonados, y que todos nuestros actos como leer, bailar, comprar ropa, jugar al fútbol, contar un chiste... tratan de evitar esto mismo? ¿No somos todos un poco como Marianela? Y al mismo tiempo, ¿No somos también como Pablo Penáguilas, un poco ciegos con o sin remisión?

Llega el delicado momento. Penáguilas ha  recuperado la vista y se ha enamorado de su prima Florentina, traicionando su antiguo amor de ciego. Tras varios días sus ojos tropiezan con Marianela, a quien confunde con una pobre enferma. En ese mismo instante, Marianela muere. 
¡Va a ser verdad que hay miradas que matan!
Los personajes, agitados, se reúnen en torno a la muerta, sin alcanzar a comprender la causa del fallecimiento repentino. Será el médico quien desvele la razón:

Es la realidad pura, la desaparición súbita de un mundo de ilusiones. La realidad ha sido para él  nueva vida; para ella ha sido dolor y asfixia, la humillación, la tristeza, el desaire, el dolor, los celos..., ¡la muerte!

viernes, 7 de enero de 2011

El cantar del mio aceitunero

No se me ocurre mejor cosa que pasar las vacaciones de Navidad (¿se escribe con mayúsculas?) en contacto con la naturaleza, ¿no te parece? Qué bonito queda el viejo tópico del "menosprecio de corte y alabanza de aldea". Ah, la vida sencilla, apacible, en armonía, de la gente del campo. El aire puro, la regalada sombra, los verdes que te quiero verdes olivos... ¡Qué bien suena!, ¿verdad? Mira qué paz transmiten estos olivos centenarios, qué sabiduría traslucen, qué hermosura desprenden:

     
 


 


¿A que estás pensando en Miguel Hernández? Yo también me he emocionado muchas veces con el poema, sobre todo cuando lo canta la voz profunda de Paco Ibáñez:


ACEITUNEROS

Andaluces de Jaén,
aceituneros altivos,
decidme en el alma: ¿quién,
quién levantó los olivos?

No los levantó la nada,
ni el dinero, ni el señor,
sino la tierra callada,
el trabajo y el sudor.

Unidos al agua pura
y a los planetas unidos,
los tres dieron la hermosura
de los troncos retorcidos.

Levántate, olivo cano,
dijeron al pie del viento.
Y el olivo alzó una mano
poderosa de cimiento.

Andaluces de Jaén,
aceituneros altivos,
decidme en el alma: ¿quién
amamantó los olivos?


Vuestra sangre, vuestra vida,
no la del explotador
que se enriqueció en la herida
generosa del sudor.

No la del terrateniente
que os sepultó en la pobreza,
que os pisoteó la frente,
que os redujo la cabeza.

Árboles que vuestro afán
consagró al centro del día
eran principio de un pan
que sólo el otro comía.

¡Cuántos siglos de aceituna,
los pies y las manos presos,
sol a sol y luna a luna,
pesan sobre vuestros huesos!

Andaluces de Jaén,
aceituneros altivos,
pregunta mi alma: ¿de quién,
de quién son estos olivos?

Jaén, levántate brava
sobre tus piedras lunares,
no vayas a ser esclava
con todos tus olivares.

Dentro de la claridad
del aceite y sus aromas,
indican tu libertad
la libertad de tus lomas.


      Muy bonito y muy lírico, ¿a que sí? Sin embargo, si alguna vez has sido aceitunero de Jaén, o de donde sea, coincidirás conmigo en que el tono épico se ajusta mejor al tema. ¿No crees que un cantar de gesta es más apropiado? ¿No te pega más un verso largo, duro, pedregoso como esas seis horas eternas que dura la "peoná"? ¿No te imaginas esos epítetos épicos como "Juan Oliva, el que en buena hora tiró del fardo" o "el mio Pepe Luis Vareta, el gran porteador" o "Minaya Alvar Cogollos, mio varero meior"? ¿No parece que los versos agrupados en largas tiradas son como esas hileras interminables de olivos? ¿Las lanzas de los soldados no son como las varas de los aceituneros? El codiciado botín atesorado, ¿no son esos remolques colmados de fatigosa aceituna? Las cuadrillas de aceituneros, ¿no son aguerridas mesnadas? Lidiar con los garrotes y las estacas, en fin, ¿no es una heroica y durísima batalla?

  Pero nada, los poetas se afanan en lo lírico. Mira la octava real entre gongorina y hernandiana que ha escrito Antonio Morales, un poeta de Morón. El libro se titula Olivarium, me lo regaló Juan, el tabernero de casa Paca, y es una maravilla.

El armazón severo de tu frente
en rama madre labrará su muro
y el tiempo de la espera que no miente
robará soledades al futuro.
Porque el haz de tu brote reluciente
plateará tu fruto ya maduro
y el fructífero semen del peciolo
hará al envés del hombre menos solo.