sábado, 27 de agosto de 2011

Jugar a las cabrillas

¿Qué harías tú si encontraras un tesoro? ¿Nunca lo has pensado? Imagínate que encuentras una bolsa con setecientas guineas de oro. O una montaña de doblones de a ocho. ¿Qué harías, eh, con tanto dinero? Los personajes de La isla de tesoro van en busca de uno, siguiendo las pistas que Flint, un pirata con apego a la bebecua, ha dejado en un mapa. Para eso deben equipar un navío y emprender toda una aventura. ¿Valdrá la pena? El doctor Livesey no lo tiene tan claro pero el hacendado Jonh Trelawney es hombre de palabra enérgica:

¡Claro está, señor mío! -exclamó el hacendado-. Tan seguro estoy de que vale la pena, que estoy dispuesto a equipar una nave en el puerto de Bristol, junto con vos y este buen Hawkins, para ir en su búsqueda. No importa que tardemos un año en encontrarlo. 
-¡De acuerdo! -dijo el doctor.

Leer un libro es también como emprender una aventura. ¿Tú crees que vale la pena? ¿Nos espera un tesoro en la última página? Y si lo hay, ¿qué harías con él? ¿Tú estás dispuesto a equipar una nave con aguerridos marineros para llegar al lugar donde se esconde el tesoro? ¿Valdrá la pena?
Mira que durante la travesía pueden acecharte verdaderos peligros. Porque esos tomazos que publica Javier Marías, ¿no son constantemente una amenaza para el lector? Y los adjetivos manidos que te atacan en los libros de Maruja Torres, ¿no te dan miedo?  O las digresiones morales con que intenta aleccionarte el narrador de las novelas de Fernán Caballero..., bufff, ¿tú eres capaz de soportar eso?
Definitivamente, leer un libro es toda una hazaña. 

El caso es que nosotros, como los personajes de la novela de Stevenson, decidimos que sí valía la pena buscar un tesoro. Pero un tesoro de verdad, lleno de monedas de oro, diamantes y todo eso. Así que nos pusimos a ello sin importarnos para nada tener que estar buscando todo un año.
Por la posada "Quintana" barzoneaba todas las tardes la fauna de Prellezo (nortes de Cantabria). Allí descollaban un cuidador de vacas adicto al ibuprofeno y un marinero barbudo que había estado faenando por toda Europa. A este último no solía yo quitarle ojo de encima. Su aspecto rufianesco y desaliñado, sus palabras escupidas al aire de la taberna con un tono desafiante y chulesco, el extraño cofre que siempre llevaba consigo y la tonada que no dejaba de barbotar en los momentos en que el ron le golpeaba con más virulencia me recordaban a alguien.
¿A quién demonios se parece este tío?, pensé una noche mientras él volvía a entonar su estruendosa canción:

Quince hombres sobre el cofre del muerto.
¡Yo-ho-ho! ¡Y una botella de ron!
La bebida y el diablo se llevaron el resto.
¡Yo-ho-ho! ¡Y una botella de ron!

¡Ya está!- me dije. ¡Es Billy Bones, el filibustero borracho que posee el mapa que conduce al tesoro de Flint!¡Este espantajo legañoso tiene pues el salvoconducto que nos hará ricos!
De modo que una noche de algazara, cuando los ríos de ron y de sidra inundaban el mesón provocando un naufragio de voces, risas, vasos y otras cristalerías, yo aproveché un descuido de Bones para hacerme con el cofre y rescatar, de entre la mucha pedrería que este contenía, el pergamino donde se dibujaba el mapa del tesoro.
Al día siguiente, bien temprano, iniciamos la búsqueda, como los personajes de Stevenson. Nosotros no disponíamos de la "Hispaniola", la goleta que comanda el capitán Smollet, ni falta que nos hacía. Íbamos a pie, protegidos por Antuán, el perro de Alberto. Mientras caminábamos por senderos misteriosos y nos adentrábamos en parajes recónditos yo iba comparando a mis compañeros con los personajes de la novela.
Alberto, por ejemplo, se me parecía al joven grumete Jim Hawkins, por ser más inquieto, enérgico y atrevido que los demás. Encabezaba siempre la expedición, atento a cualquier posible contratiempo. Mira lo que te digo:





Chica, es decir, la doctora Casado, compartía profesión con el doctor Livesey, pero yo la relacionaba más bien con Ben Gunn, el hombre de la isla, el marinero abandonado a su suerte en la isla lejana y solitaria, marooned. Ben Gunn era ágil, valiente y es el que ayuda a Jim cuando este tiene que huir del malvado Silver. A Valle y a Guerle las veía yo como el doctor Livesey y el capitán Smollet, respectivamente. Son el alma del grupo, los que aportan la inteligencia, el sentido común, la practicidad, los que conocen todos los códigos de la piratería y los que no pierden los nervios en las situaciones de mayor tensión. Para mí reservaba el papel del hacendado John Trelawney, de rostro áspero y casi tosco, de piel curtida y bronceada, porque yo estaba dispuesto a hacer lo mismo que él una vez hallado el tesoro:

-Dentro de tres semanas ...  ¡tres semanas!, o quizá de quince días o de ocho, tendremos la mejor nave y la tripulación más escogida de toda Inglaterra. Hawkins será un mozo de cámara como jamás haya habido otro, y vos, doctor Livesey, el médico de a bordo. En cuanto a mí, yo seré el almirante del barco. Redruth, Joyce y Hunter vendrán también con nosotros. Tendremos buen viento y fácil travesía. Sin dificultad hallaremos el tesoro y acudirá el dinero a nuestras manos... Por el resto de nuestros días jugaremos a las cabrillas.


 ¿No es un plan fantástico? ¡Pasarse la vida jugando a las cabrillas! Sentarte en un banco de madera, pongamos por caso, frente a un lago, y tirar piedras contra el agua de forma que estas reboten la mayor cantidad de veces posible.
Pensando en esto llegamos a la playa de Propendu o de la soga secreta (rebautizada así por nuestro capitán Smollet), donde el mar se enfurecía contra las múltiples cuevas que formaban las rocas. La bajada, además,  era muy peligrosa:



Por allí no vimos ningún tesoro, pero nos dio igual porque alguien se puso a recitar este poema de Juan Ramón Jiménez mientras las olas cabrilleaban con fuerza:


                  MAR

Parece, mar, que luchas
-¡oh desorden sin fin, hierro incesante!-
por encontrarte o porque yo te encuentre.
¡Qué inmenso demostrarte,
en tu desnudez sola
-sin compañera... o sin compañero
según te diga el mar o la mar-, creando
el espectáculo completo
de nuestro mundo de hoy!
Estás, como en un parto
dándote a luz -¡con qué fatiga!-
a ti mismo, ¡mar único!,
a ti mismo, a ti solo y en tu misma
y sola plenitud de plenitudes,
...¡por encontrarte o porque yo te encuentre!

                              Diario de un poeta recién casado (1916)




                                                                                                 Playa de la soga secreta, de Isabel Guerle


Sin perder ni un adarme de esperanza, nos encaminamos a la playa de Arnía, donde nos esperaba una tormenta de arena. Tampoco vimos por allí ningún cofre repleto de oro pero sí el espectáculo de este atardecer:

 


Luego subimos al monte, que a mí me recordaba la colina de El Catalejo, por trochas angostas, por veredas escarpadas. Ni rastro de guineas de oro. Nada. Pero sí unas vistas mareantes, deliciosamente mareantes:




Un poco decepcionados regresamos al mesón Quintana, pensando que Billy Bones, aquel bucanero fanfarrón del pueblo, nos había engañado. Llegamos y como no estaba por allí decidimos esperar su venida. Para hacer soportable la espera, pedimos ron, ginebra y una baraja de cartas. 
No éramos ricos, no habíamos encontrado el tesoro, así que necesitábamos quitarnos el disgusto. Empezamos a jugar al hijoputa. Alguien se levantó al rato y trajo unos lacasitos. Pedimos más ron y más ginebra. Y unos pistachos. Poco a poco nos fuimos metiendo en la partida, porque tampoco era cosa de perder encima a las cartas. Sin darnos cuenta fuimos elevando el tono de voz, alguien incluso tarareó la tonada del capitán Flint. Más ron y más ginebra y más lacasitos. Más cartas, más voces, más risas. Fingidas protestas, bromas, chistes, chacotadas. Una hora, dos horas, tres horas, cuatro horas. Ron con coca-cola, gintonic de Smirnoff!, frutos secos, quién reparte ahora, ¿más lacasitos?, te toca, oyes, o cinco o bastos, jarana, cuchufletas, paparruchadas, no vale decir nombres propios ni números, me tenéis que dar las gracias al tirar una carta, chanzas, mofas, te mamas dos, pídeme otra, cinco horas, seis horas, siete horas, payasadas, bufonadas, hay que poner un pie encima de la mesa, hay que intercambiarse una prenda, ocho horas, nueve horas, ron, ginebra, bobadas, desatinos, garambainas...

Al salir del mesón Quintana diez horas después lo comprendimos todo.
Nos sentíamos plenos, eufóricos, felices.
¡Nos sentíamos ricos!; ¡habíamos encontrado el tesoro!
Miré de nuevo el mapa. Vi una anotación de referencia que no había visto antes. Efectivamente, el tesoro estaba en el Quintana.
Ese era el tesoro: una tarde entera de finales de verano jugando a las cartas y bebiendo con los amigos en un pequeño pueblo desconocido.
No hay otro tesoro.
Volvimos a casa. Millonarios ¿Tú crees que están tristes o alegres? ¿Que son pobres o ricas?



Así que al día siguiente nos levantamos y le hicimos caso a las palabras del hacendado Trelawney:




Hasta hoy no hemos estado haciendo otra cosa más que jugar a las cabrillas.

martes, 23 de agosto de 2011

de Cuenca o el desilestizante


   Te podrás leer cien de una tacada y sin empacho, comprobarás asustado que es el placer quien está hozando en tu cuerpo como un cerdo verriondo, segregará tu cerebro camiones de endorfina, por una vez te alegrarás de haber nacido, notarás el lento suicidio de la saliva en tus labios, el enloquecido rechinar de tus dientes, sentirás en tu piel la orgiástica sedición de los sentidos que empezarán a bailar sobre ti una especie de extraña danza africana y serás, por unos mágicos instantes, arrebatadoramente feliz:



EL IMBÉCIL


Era una criatura detestable
en el plano moral, un ser abyecto,
una abominación lovecraftiana.
No era tampoco guapa, ni atractiva,
ni graciosa, ni joven, ni simpática.
Era un montón perverso de basura.
Pues fuiste tan imbécil que por ella
dejaste a la que amabas y vendiste
tu alma en los bazares de la noche.


CUANDO VIVÍAS EN LA CASTELLANA


Cuando vivías en la Castellana
usabas un perfume tan amargo
que mis manos sufrían al rozarte
y se me ahogaban de melancolía.
Si íbamos a cenar, o si las gordas
daban alguna fiesta, tu perfume
lo echaba a perder todo. No sé dónde
compraste aquel extracto de tragedia,
aquel ácido aroma de martirio.
Lo que sé es que lo huelo todavía
cuando paseo por la Castellana
muerto de amor, junto al antiguo hipódromo,
y me sigue matando su veneno.


TUS OJOS


Y tus ojos, tus pétalos de luz,
aquellos ojos que resumían el estío,
vasijas de pureza,
agonizan de sombra en su prisión de nieve
y de silencio.
El mundo es una catedral helada.


POLITICAL INCORRECTNESS


Sé buena, dime cosas incorrectas
desde el punto de vista político. Un ejemplo:
que eres rubia. Otro ejemplo: que Occidente
no te parece un monstruo de barbarie
dedicado a la sórdida tarea
de cargarse el planeta. Otro: que el multi-
culturalismo es un nuevo fascismo,
sólo que más hortera, o que disfrutas
pegando a un pedagogo o a un psicólogo,
o que el Mediterráneo te horroriza.
Dime cosas que lleven a la hoguera
directamente, dime atrocidades
que cuestionen verdades absolutas
como: "No creo en la igualdad." O dime
cosas terribles como que me quieres
a pesar de que no soy de tu sexo,
que me quieres del todo, con locura,
para siempre, como querían antes
las hembras de la Tierra.


ULISES


Atado al mástil.
Las garras afiladas
de las Sirenas.


AMOR UDRÍ


Dame un beso fugaz en la frente. Reserva
lo demás para luego, ese luego excitante
que nunca llegará. Márchate de la alcoba.
Déjame con un palmo de narices, moviendo
tus divinas caderas, y quítate la ropa
despacio, salpicando de tus prendas más íntimas
el suelo de la casa. Que yo seguiré el rastro
de tu cuerpo y, al cabo, te encontraré desnuda
y diré, enarbolando un mínimo estandarte
de tela: "Ya te tengo. Dame un beso, mi vida."
Y tú desviarás los labios, y por mucho 
que yo gima y suspire, seguirás en tus trece,
hurtándome la boca. Hasta que ya no pueda
más y, por un momento, me olvide de las normas
de Tántalo y de Sísifo, y te agarre la cara
muy fuerte con las manos, y te bese a mi vez
en la frente, y te suelte con un gesto de rabia,
y lleguemos al éxtasis del placer más profundo
mirándonos, mirándonos, mirándonos.


HELENA: PALINODIA


No, no es verdad, amor, aquella historia.
No llegó a seducirte aquel imbécil
de rizos perfumados. No te fuiste
precipitadamente de la fiesta
de nuestro aniversario, con los ojos
clavados en el bulto que emergía
de entre sus piernas, y con las narices
saturadas de droga. No embarcaste
en su yate de lujo con lo puesto
-que casi no era nada-, mientras yo
te buscaba en la calle como un loco,
creyendo que te había pasado algo.
No desapareciste de mi vida
como una exhalación y para siempre.
No puede ser verdad aquella historia.


INSOMNIO


La vida dura demasiado poco.
No da tiempo a hacer nada. No hay manera
de reunir los suficientes días
para enterarte de algo. Te levantas,
abrazas a tu novia, desayunas,
trabajas, comes, duermes, vas al cine,
y ni siquiera tienes un momento
para leer a Séneca y creerte
que todo tiene arreglo en este mundo.
La vida es un instante. No me explico
por qué esta noche no se acaba nunca.


EL ASESINO


No hay ventanas por donde pueda escaparse el frío.
Tus venas lo retienen. Estás hinchada y rota.
La noche pone cerco a tu piel, y en tus ojos
el vacío dispone su estúpida carencia.
Mírame bien. Sacude las agujas de sombra
que te ciegan. Dispara tus brazos a la vida.
He venido a por ti. Quiero fundir el hielo
de tu cuerpo. Vender al viento tus despojos.
Traigo un puñal de fuego para abrir tu garganta.
Quiero esta vez ser yo quien te mate, amor mío.

lunes, 22 de agosto de 2011

Coitus interruptus

   Al seminario que la UIMP organizaba sobre Borges en el 25 aniversario de su muerte llegó Jaime Siles, el benjamín de los novísimos, con un sobre marroncito y una tonelada de erudición. Frente a la medianía del resto de los ponentes, Jaime Siles apabulló al personal con una conferencia sobre la influencia de los clásicos en Borges. Rastreó huellas de Plotino, de Homero y, sobre todo, de Virgilio, que es algo así como la bordona clásica en la literatura borgiana. En el coloquio posterior no hubo coloquio. Solo hubo Jaime Siles, su verba preclara, la torrentera impetuosa de sus pensamientos, su vozarrón alto y grueso como una muralla, su profusión de datos y citas y anécdotas y aspavientos.
Toda la sala, en fin, se llenó de Jaime Siles.
Así que salimos de allí abrumados, hundidos, conscientes de la inmensidad oceánica en que chapotea nuestra ignorancia. Y nos tiramos a una librería, claro, con la jodida sensación de que durante toda la vida habíamos estado perdiendo el tiempo. En la librería Gil de Santander, pues, y sintiéndome más insignificante que Gregorio Samsa, compré Cenotafio, la antología que magníficamente edita Sergio Arlandis en Cátedra. Llegué a casa, abrí una Paulaner y con ansia me lancé el libro a los ojos.
De Siles yo no había leído nada, salvo un par de poemas que siempre llevo a clase cuando explico los recursos retóricos, pues el valenciano es un maestro de las aliteraciones y las paronomasias.
Siles empieza siendo novísimo (aunque no apareciera en aquella mítica antología de Castellet) pero muy pronto se pasó a lo que en los años 80 se conoció como "Poética del silencio". 
Es esta una poesía reflexiva, metapoética, minimalista, donde el lenguaje, y no la realidad, es el tema central. 
Más o menos una cosa así:

OBERTURA Y SILENCIO

Tu hueco firme no conoce otro
sonido sino
el de su propio eco:
ese rumor disuelto en transparencia
que va cerrando, en ti, la eternidad.

O también esto otro:

UNIDAD DE LA NADA

Entre el sentido y el contrasentido
vacío vaciedad desde un espacio
que, antes de mí, tan sólo es pensamiento
y en mí, de nuevo, transcrita vaciedad.
Variada vaciedad es el lenguaje,
en el que escribo,
                           una a una,
las gotas del silencio.
                           Idioma de agua
en el que van los signos
hasta un espacio unido en vaciedad.

Unidad de la nada en lo sonoro
que la palabra grafía en su silencio.


Y en este plan. 
¿Qué te parecen? ¿No te dejan frío estos poemas? A mí me hielan. 
No discuto que sea una poesía del conocimiento, de perfección formal, autorreflexiva y de fuerte intelectualismo, blablabla..., todas esas características que el prologuista remarca muy bien en la introducción pero, ¿son gratos de leer? ¿Te los llevarías a la cama una noche de invierno? ¿Regalarías un libro así a un amigo? ¿Y a una gachí?
El prologuista continúa con su análisis de esta estética: eliminación del yo, eliminación de la anécdota poética, eliminación del narrativismo, eliminación del sentimentalismo... a pesar de lo cual no es una poesía fría.
¡Ja! 
Y si siguen eliminando cosas Siles y compañía, ¿sobre qué va a cimentar su poesía? ¡Ah, la poética del silencio!
Además me escama tanta insistencia en que no es una poesía fría. ¿Por qué repite Sergio Arlandis esto a cada instante? 
¿No es una poesía fría? ¿Alguien se calienta con esto?

Pensamiento, presencia que, de un límite,
a su final acciona todo un orbe
pulsado hasta el temblor de lo invisible
desde su espacio abierto a plenitud.

La poesía no puede prescindir de la realidad, tiene que estar impregnada de vida, sucia de calle. 
Yo también abogo por una poesía sin purezas, como Neruda.
Puedes llamarme inculto, perezoso, pinchaúvas, echacuervos, harto de ajos. Pero no me gusta la poesía del silencio.
Nunca me había acercado a ella. Es la primera vez y ¡vaya gatillazo!
Lo siento.
Seguramente la culpa es mía. Los nervios de la primera vez, ya se sabe. 
También es que no estaba concentrado y además me dolía un poquito la cabeza. 
Una poesía reflexiva que te obliga a reflexionar. Eso es un rollo.
 Así no se puede. Yo así no puedo. No se me levanta. Mira que le he puesto pasión pero nada.
No hay manera de tener un orgasmo. 
Siles sí parece que se lo pasa en grande:



Y Luisa Futoransky, escritora y conferenciante argentina que merece capítulo aparte, ¿tú crees que a ella le pone la poética del silencio?:



Y a mis compañeros del curso, tan sonrientes, tan relajados, parece que les va también este tipo de poesía, ¿no?
¿A ti qué te parece?







martes, 9 de agosto de 2011

El mal sagrado

    En Prellezo la luz se despereza con los primeros mugidos de las vacas. Se retuerce y estalla por las traseras del cielo y luego se tumba en las copas de los árboles, de unos árboles altísimos cuyo nombre desconozco y que a lo mejor son abetos o eucaliptus o tejos. Los primeros rayos del sol traen una luz como de cuajado huevo frito. La moneda del sol no sirve para nada y tiene mucho de limosna. Quienes hemos sufrido mucho, sólo podemos recibirla, casi, como una humillación, como un triste óbolo, como un oro tardío. Pronto amanecerán los perros y las gallinas y por los acantilados subirá, tan callando, la espiga de un nuevo día. El campo no me entristece, como otras veces, sin duda porque yo estoy menos triste que de costumbre. O estoy, digamos, con la tristeza aplazada. El cielo va desplegando su azul, de un azul casi incoloro, juanramoniano, y por mis ojos cansados empieza a despeñarse el sueño. No vuelvo del sueño, sino de la muerte. Me despierto, por las mañanas, como si viniera mucho más lejos que el sueño. Un sueño de ocho horas. Me despierto roto, cansado, dolorido y asustado como si viniera de una larga muerte. Sólo cuando enciendo la lámpara y miro el reloj empiezo a estar medianamente seguro de que no me he despertado en un cementerio. Por el balcón no se cuela el clásico cierzo ni el lírico ábrego sino un inocente frío de cagarse en dios. Así que me envuelvo en mi frazada a cuadros, en mi café con leche y en el periódico digital donde se habla de primas de riesgo, de índices bursátiles, de fondos europeos de estabilidad financiera. Han vuelto a quebrar la vida general, pero uno siente, como un dolor local y particular, dentro del dolor grande de cabeza o alma, que han quebrado también nuestra pequeña biografía cotidiana. Sabe uno lo que pasa, lo que quieren, lo que le ocurre a la Historia, pero no se sabe lo que le ocurre a uno mismo. No sé qué hacer con mi vida. ¿Escribir, pasear, buscar más información, unirme a los que se unen, reunirse con los que se reúnen? Después, y antes de que atronen las calles con sus gritos el panadero, el pescadero y el mielero, me asomo a los interiores lluviosos de un hombre desvalido, frío, triste, enfermo, amortajado en vida por los últimos ecos de una soledad animal. Solo. Desesperadamente solo. Paseo en la mañana gris y verde por este barrio madrileño que es mi barrio, tan querido ya, tan triste, donde me nació y me murió un hijo, el hijo, única mano que he tocado, que me ha tocado de verdad en el mundo. El hombre, el escritor, ha escrito más de cien libros y tantos artículos como olas arrastra el Cantábrico . Pero nunca -tanto que jamás ha reeditado el libro- ha sido tan íntimo, tan desnudo, tan descarnadamente confesional como en este Diario de un escritor burgués
    Decidido que la vida es una mierda, la única salida medianamente decente sería el suicidio. La vergüenza de no suicidarme es la humillación bajo la cual vivo. Una vida entre la autohumillación y la mierda. Este hombre vanidoso hasta el insulto y neurótico, este escritor de rosas y látigos, de crímenes y baladas, fue parido con vergüenza y en secreto y entregado para su crianza a una nodriza de senos sarmentosos para que el estigma de su bastardía no llenara de oprobio el nombre de una familia de viejos castellanos. El hombre, el escritor, ha publicado en todos los periódicos, ha escrito todos los libros, ha ganado todos los premios, ha tenido éxito, mujeres, fama, pero la separación brutal de su madre y de su padre al nacer y la muerte lenta luego de su hijo con cinco años le secaron por dentro para siempre. No es la soledad del hombre, de la humanidad, lo que experimento, sino mi soledad personal de hombre que siempre ha estado solo, separado de los demás por landas de silencio, de miedo, de rencor, de vacío, de dolor, de odio, de desprecio. Sólo un ser, sólo el hijo, durante unos breves y rubios años, me llevó de la mano al reino de lo unánime, a la aceptación del mundo. Después volvió a dejarme solo, insoportablemente solo, ya, y dialogo con él mientras voy y vengo por mi día solo. De repente, a mediodía, el paisaje pierde brillo, unas nubes negras pugnan por el cielo y la luz se atasca por los últimos barrancos de la mañana. Tiembla un gato cojo que veo desde el balcón, ladran algunas sombras, ya se huele la cellisca y yo me refugio en las páginas del Diario, preguntándome cómo el dolor de una persona, transmudado sabiamente en palabras, puede provocar tanto gozo en otra. Escribir en la intimidad, con la noche fuera, furiosa, y unos gatos cerca. No creo que ni en Amsterdam ni en el universo haya mayores fórmulas de felicidad. 

viernes, 5 de agosto de 2011

Un momento de descanso

   Por primera vez en mi vida he renunciado a ser íntegro. Pero, ojo, no me malinterpretes: soy muy consciente de que renunciar a ser íntegro es un paso más en el ascético viaje hacia la perfección. ¿Por qué tengo que renunciar yo a la felicidad de los simples? Estoy harto de crearme problemas sólo para poder solucionarlos. Quiero una felicidad más elemental. ¿Quién soy yo para rechazar la mediocridad ¿Por qué he de mantenerme firme como un faro de honradez en este mar de vileza? Reclamo mi derecho a relajarme, a descansar, a no esperar nada de mí. ¿Sabes la felicidad que da eso, Antonio; no esperar nada de uno mismo? Esta era la última oportunidad que yo tenía de ser un hombre débil, de levantar mi dicha sobre una pequeña renuncia, sobre una pequeña claudicación de orden moral. Era mi última oportunidad, y no la he desaprovechado. Mi felicidad es la felicidad del hombre descansado y exhausto, la felicidad del atleta que tras un esfuerzo sobrehumano, relaja por fin los músculos. Necesitaba esta pequeña transgresión, esta pequeña traición a mis principios. Yo también tengo derecho a envilecerme y a chapotear feliz en la ciénaga. Por favor, Antonio, bendíceme; déjame por una vez ser indulgente conmigo mismo.
Y dicho esto, se inclinó hacia mí, me pellizcó los mofletes y me dio un sonoro beso en los labios.
-Soy feliz, Antonio -me dijo, y se perdió entre los invitados.

Quien así habla es Arturo Cifuentes y acaba de venderse por una cátedra de Literatura Española en la universidad de Madrid. Virgilio Desmoines, el rector, es un sátrapa corrupto, que hace y deshace a su antojo dentro de la universidad. Y su padre, Augusto Desmoines y antecesor en el cargo, otro que tal.
La verdad sobre los Desmoines la ha descubierto Cifuentes, que pide la ayuda de su amigo Antonio Orejudo para escribir el libro que denuncie todas la infamias cometidas desde hace mucho por los Desmoines.
El libro, con rebajita incluida, lo compré en la librería Oletum de Valladolid, adonde he llegado tres años más tarde de lo debido:




La librería es preciosa y los dueños de ella, Carlos y Estrella (la de la foto), son unos tipos encantadores. Nos contaron con detalle la historia de Oletvm. Por allí han pasado los escritores más importantes de este país y tienen todos los premios que se pueden otorgar a las librerías.
El caso es que compré allí el libro de Orejudo, Un momento de descanso, que he leído en menos de un día, descojonado en el sofá, llorando de la risa, sin un momento de descanso, en la buhardilla de mi casa de Prellezo.
¿Que no es para tanto? Escucha esto.
En un momento de la novela, el narrador se queda a solas con la bibliotecaria de la Biblioteca Nacional. Han bajado a la cámara donde se encuentra la urna que encierra el manuscrito del Poema de Mio Cid. Pero la Araña, que así se apoda la chiquilla, tiene otras intenciones más deshonestas que la de contemplar el famoso cantar de gesta:

Yo entonces era bastante tímido y el corazón se me desbocó ante la posibilidad de perder allí mi preciada virginidad. Intenté recordar si me había duchado aquella mañana y si llevaba calzoncillos limpios. Pero a la Araña no parecía importarle ni lo uno ni lo otro a juzgar por el entusiasmo con que se entregó al sexo oral. Yo seguía hojeando el Mio Cid como si tal cosa. Por un lado trataba de aparentar indiferencia y por otro intentaba concentrarme en Per Abbat para no terminar demasiado rápido. Entre eso y entre que el sitio era incomodísimo, el resultado fue desastroso. No sé qué hicimos, no sé cómo nos pusimos, pero el caso es que sin querer y por no derramar en ella, derramé sobre el manuscrito. Sí, sobre el códice del Mio Cid, concretamente en la parte que decía:

Alegre es doña Ximena e sus fijas amas
e todas las otras dueñas que´s tienen por casadas.


La novela contiene, pues, buenas dosis de humor, pero también tiene momentos de novela negra, y sobre todo, es una novela crítica con el estado de podredumbre, de mediocridad, de miseria moral e intelectual que arrastra como un pesado fardo la universidad española:

Colgó un vídeo, filmado con cámara oculta, donde se veía dar clase a Virgilio, parapetado tras la mesa del profesor, y leyendo en voz alta unos papeles:
-Miguel de Cervantes Saavedra, entre paréntesis: mil quinientos cuarenta y siete, guión, mil seiscientos dieciséis, cierra paréntesis; nació en Alcalá de Henares, coma, ciudad universitaria cercana a Madrid, punto y seguido. Su fecundidad literaria, coma, su profundo don de observación, coma, su hondo concepto de la vida y la riqueza de sus descripciones hacen de su obra una joya de la literatura de todos los tiempos y de todos los pueblos, punto y seguido.
-¿Puede repetir?
-¿Desde dónde?
-Desde joya.
-Una joya de la literatura de todos los tiempos y de todos los pueblos, punto y seguido. ¿Está?
-Sí.
Y ahí el vídeo se cortaba.


¿Te parece muy exagerado? ¿Crees que se trata de una caricatura de muchos profesores de universidad? ¿El Orejudo este es muy hiperbólico? ¿Sí? Entonces es que no has estudiado Filología Hispánica por la universidad de Sevilla. 
Porque ahí estaban o siguen estando Enrique Baltanás, que se pasaba la clase entera leyéndonos La Dorotea, de Lope de Vega, como si fuéramos párvulos. O Esteban Torre, que en lugar de dar clase exhibía su soberbia y su desprecio por todo el mundo mediante pullas a sus colegas y humillaciones a sus alumnos. O el Camacho, que llevaba años explicando erróneamente un libro porque siempre leía "cómicos de la lengua" cuando en verdad ponía "cómicos de la legua". O Mercedes Cobos, que llegaba tarde diez minutos y perdía cuarenta en explicar el motivo de su tardanza. O el Troyano, que profundizaba en su análisis de La Gaviota preguntándonos con qué personajes nos identificábamos. O Mercedes de los Reyes Peña, que nos enseñaba matemáticas con los años de destierro que había sufrido Lope tras el libelo a Elena Osorio. 
Puedo seguir, pero creo que no es necesario.
Afortunadamente también estaban Manuel Ariza, Rafael Cano, Marta Palenque. Profesores preocupados por impartir buenas clases. Comprometidos con la docencia. 
Gente que aún no se ha dado ni un momento de descanso.