domingo, 1 de julio de 2012

Novelas para que no te lleve la chingada

  Del "Zurdo" Mendieta podríamos decir aquello que Jonh Wayne decía de sí mismo en Centauros del desierto: "Un indio persigue una presa hasta que cree que ya la ha perseguido bastante. Y luego se da por vencido. Se comporta igual cuando huye. No aprende que hay bichos que nunca se cansan y siguen adelante".
  Edgar Mendieta es un agente de la policía federal mexicana o, lo que es igual, es un bicho que nunca se cansa. Porque ni el archivo del caso por parte de su superior, ni el enfrentamiento con un pez gordo del narco, ni la oposición de la casta política aspirante al poder impedirán que "el Zurdo" siga adelante hasta resolver el asesinato del abogado Bruno Canizales, al que le han metido una bala de plata en la cabeza.
  Mendieta es también un perseguidor, un centauro del desierto mexicano, un tipo que, al igual que el soldado exconfederado Ethan Edwards, pertenece a esa raza de héroes solitarios, perdedores, incorruptibles, infatigables, desencantados y macerados con esa dureza que tanta ternura y fascinación despiertan.
  Torturado por el recuerdo de Bardominos, quien abusó sexualmente de él en la infancia, y perseguido por los sicarios del Queteco Valdés, nuestro poli acude asiduamente a la consulta del doctor Parra, el psiquiatra que le ayuda a superar el recuerdo de Goga Fox, la mujer que ama.
Claro que a veces una buena curda sobre la barra del bar donde reina la Cococha, un camarero homosexual, puede ser más terapéutico:

  Mendieta entraba en una borrachera suave, controlada, en la que jamás se consentía recordar salvo que debía rescatarse a sí mismo. La última vez que se lo permitió no fue a trabajar en una semana y fue necesaria la participación decidida de Ortega y Montaño para sacarlo de su postración. Doctor Parra, espero no verte en mucho tiempo, amigo; prometo que jamás volveré a ser débil y que, ante cualquier perturbación, me cortaré los huevos. Goga: evocó un rostro hermoso, una sonrisa, una forma de andar y bebió. ¿Por qué no vienes a recoger los pedazos? Están dispersos en las cloacas, mordidos por las ratas. La Cococha lo miró moviendo la cabeza: Edgar, sal de eso, mijo, el mundo está lleno de mujeres. No lo digas, carnal, no lo digas, no creas que no me asusta que todas esas mujeres se reduzcan a una. Es el amor, mi rey, y no tiene más que una salida; para nuestra desgracia es una trampa mortal, acuérdate de lo que me pasó con mi teniente coronel; tienes que salir, no hay de otra, mijo, ¿qué no eres hombre? Se acabó la cerveza y el tequila de golpe. El mesero movió la cabeza con desesperanza. El adicto creyente dejó su mesa, al no aparecer su proveedor se largó a otro antro.
 Una cerveza más y decidió marcharse. ¿Qué sería del hombre sin la noche? En su carro se tragó una pastilla Ranisen y masticó otra de Pepto para la acidez. Encendió el estéreo y corrió la versión de los Rolling de "Like a Rolling Stone", que consideraba fina y subyugante. Como una bendición, la manera de caminar de Goga  rumbo al baño ocupó su mente, pero sólo fue un instante. ¿Cimbreante viene de cimbra? Luego, escuchando a The Monkees, "A Little Bit Me, a Little Bit You", se fue a su casa en la Col Pop.

La novela de Élmer Mendoza de que hablo, Balas de plata, está escrita con la maestría de las grandes novelas negras. No le faltan la intriga de un caso que no se resuelve hasta la última página, un estilo ágil y seco donde se superponen el coro de voces de los personajes y de varios narradores, en una estructura un tanto enmarañada que remeda el ovillo que el "Zurdo" Mendieta tiene que desembrollar y la estupenda recreación de un ambiente que subraya lo que de terrorífico hay siempre tras de un asesinato.   
En este caso, la acción transcurre en ese mundo turbio de los cárteles mexicanos de la droga, la policía corrupta y los políticos sin escrúpulos. El melómano Edgar Mendieta, acompañado de su ayudante Gris Toledo, deambula por un escenario donde aparecen Mazatlán, camionetas Lobo y Hummers negras, Badiraguato, agua de tamarindo, tequila, Sonora, narcocorridos, el DF, lesbianas, el café Miró, la Universidad Autónoma de Sinaloa, Pedro Páramo, Ciudad Juárez, celulares, Smith & Wesson, encobijados y el club campestre Chapultepec.
No creo que actualmente haya en el mundo lugares que inspiren más miedo que estos.
Hacen falta muchos abrazos para no sucumbir en ese infierno:

  Descendió, demudado caminó por la acera. Se detenía. Avanzaba. Volvía a detenerse. Gris, a prudente distancia, comprendía que algo se estaba quebrando en su interior.
  Tres minutos permaneció en ese estado. Al final miró al cielo y se acercó a su compañera: Agente Toledo, ¿crees en el poder de los abrazos? Masculló que sí. Pues dame uno muy fuerte porque me está llevando la chingada.







 

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