Leí Madame Bovary porque el libro se cayó de la estantería donde cogía polvo en la biblioteca de mi pueblo. Llegó a mis manos por casualidad, como llegan las cosas que se van a quedar para siempre. Digamos que en ese momento yo pasaba por allí y que cuando me agaché a recogerlo del suelo, aún no era consciente de que estaba tocando por vez primera uno de los libros que más han hecho por que yo siguiera interesándome por esta cosa orgásmica, adictiva, enloquecedora, a veces profunda, otras banal, también dolorosa y si bien se mira inútil, que se llama literatura.
Era una edición de Alianza Editorial y llevaba un prólogo de Vargas Llosa extenso, sentido y agudísimo, que leí igualmente con frenesí, arrastrado aún, quizá, por la fuerza (no diré arrolladora para no caer en el sintagma hecho) con que Emma Bovary vivió su desdichada vida de insatisfecha.
Aquí te copio algunas palabras de Vargas Llosa, para que veas cómo la literatura, a veces, te puede salvar la vida.
Las drogas, el vino, la lujuria, el amor... son estupendas vías para la evasión, para la huida de una realidad implacablemente churretosa y esplenética, por decirlo con Baudelaire. Pero, lo malo, ay, es que todos esos caminos suelen dejar resaca.
Solo el arte, solo la literatura (podríamos decir la muerte, pero no queremos ponernos fúnebres este domingo ojeroso y último de enero) es un vía auténtica de liberación.
Hace algunos años, durante unas semanas, tuve la sensación de una incompatibilidad definitiva con el mundo, una desesperación tenaz, un disgusto profundo de la vida. En algún momento me cruzó por la cabeza la idea del suicidio; otra noche recuerdo haber rondado (fatídica influencia de Beau geste), en las cercanías de la Place Denfert-Rochereau, las oficinas de la Legión, con la idea de infligirme , a través de la más odiosa de las instituciones, una fuga y una punición románticas: cambiar de nombre, de vida, desaparecer en un oficio rudo y vil. Es impagable la ayuda que me prestó, en ese período difícil, la historia de Emma, o, mejor dicho, la muerte de Emma. recuerdo haber leído en esos días, con angustiosa avidez, el episodio de su suicidio, haber acudido a esa lectura como otros, en circunstanxias parecidas, recurren al cura, la borrachera o la morfina, y haber extraído cada vez, de esas páginas desgarradoras, consuelo y equilibrio, repugnancia del caos, gusto por la vida. El sufrimiento ficticio neutralizaba el que yo vivía. Cada noche, para ayudarme, Emma entraba al desierto castillo de la Huchette y era humillada por Rodolphe; salía al campo donde la amargura y la impotencia la acercaban un instante a la locura; se deslizaba como un duende en la farmacia de Homais, y allí Justin, la inocencia convertida en secuaz de la muerte, la miraba tragar el arsénico en la penumbra del capharnaüm; volvía a su casa y padecía el indecible calvario: el sabor a tinta, la náusea, el frío en los pies, sus estremecimientos, los dedos que se incrustan en las sábanas, el sudor de su frente, el castañeteo de sus dientes, el extravío de sus ojos, los aullidos, las convulsiones, el vómito de sangre, la lengua que escupe su boca, el estertor final. Cada vez, a la tristeza y a la melancolía se mezclaba una curiosa sensación de sosiego y la consecuencia de la lacerante ceremonia eran para mí la admiración, el entusiasmo: Emma se mataba para que yo viviera. En otras ocasiones de contrariedad, depresión o simple malhumor he acudido a este remedio y casi siempre con el mismo resultado catártico. Esa experiencia y otras parecidas me han convencido de lo discutible de las teorías que defienden una literatura edificante por sus resultados. No son necesariamente las historias felices y con moraleja optimista las que levantan el espíritu y alegran el corazón de los lectores (virtudes que se le atribuían en el Perú al Pisco Vargas); en algunos casos, como en el mío, el mismo efecto lo pueden conseguir, por su sombría belleza, historias tan infelices y pesimistas como la de Emma Bovary.
¿Tú qué dices? ¿A ti qué te parece?
Te dejo con el episodio resumido de la muerte de la Bovary.
Te dejo con el episodio resumido de la muerte de la Bovary.
Y luego me dices qué es lo que sientes.
Y se tendió en la cama. La despertó un sabor acre que sentía en la boca. Entrevió a Carlos y cerró los ojos.
Se espiaba curiosamente para averiguar si no sufría. ¡Pero no, todavía nada! Oía el tictac del reloj, el ruido de la lumbre, y a Carlos que, de pie junto a su cama, respiraba.
"¡Qué poca cosa es la muerte! -pensaba-: ¡me dormiré, y se acabó!"
Bebió un trago de agua y se volvió contra la pared. Aquel horrible gusto a tinta persistía.
-¡Tengo sed!... ¡Oh, qué sed tengo! -suspiró.
-Pero ¿qué tienes? -dijo Carlos ofreciéndole un vaso.
-¡No es nada!... ¡Abre la ventana... me ahogo!
Y le dio una náusea tan súbita que apenas tuvo tiempo de coger el pañuelo debajo de la almohada.
-¡Llévalo! -dijo vivamente-; ¡tíralo!
Carlos al interrogó; ella no contestó. Estaba muy quieta, por miedo a que la menor emoción la hiciera vomitar. Sentía un frío glacial que le subía desde los pies hasta el corazón.
-¡Ah, ya empieza! -murmuró.
-¿Qué dices?
Movía la cabeza con un gesto suave, lleno de angustia, a ala vez que abría continuamente la boca, como si llevara bajo la lengua algo muy pesado. A las ocho reaparecieron los vómitos.
[...]
Gotas de sudor surcaban su cara azulenca, que parecía como fijada en la exhalación de un vapor metálio. Le castañeteaban los dientes, los ojos, agrandados, miraban vagamente en torno, y a todaslas preguntas respondía solamente con un movimiento de cabeza; hasta sonrió dos o tres veces. Poco a poco, sus gemidos fueron siendo más fuertes. Se le escapó un alarido sordo; dijo que estaba mejor y que se iba a levantar en seguida. Sobrevinieron las convulsiones; exclamó:
-¡Ah, esto es atroz, Dios mío!
Carlos se arrodilló junto a la cama.
-¡Habla! ¿Qué has tomado? ¡Contesta, por amor de Dios!
Y la miraba con unos ojos tan tiernos como nunca ella se los viera.
-¡Pues allí..., allí!... -dijo con voz desmayada.
Carlos se abalanzó al secretaire, abrió la carta y leyó en voz alta: Que no se culpe a nadie...Se detuvo, se pasó la mano por los ojos y siguió leyendo.
-¡Ah! ¡Socorro, socorro!
Y no sabía decir más que esta palabra: "¡Envenenada! ¡Envenenada!"
[...]
-¡No llores! -le dijo-. ¡Muy pronto dejaré de atormentarte!
-¿Por qué? ¿Quién te ha obligado?
Emma replicó:
-Era necesario, amigo mío.
-¿No eras feliz? ¿Es culpa mía? ¡Sin embargo, he hecho todo lo que he podido!
-Sí..., es verdad... ¡Tú síe res bueno!
Y le pasaba, despacio, la mano por el pelo. La dulzura de esa sensación ahondaba su tristeza; sentía todo su ser derrumbarse de desesperación ante la idea de que iba a perderla sin remedio, precisamente cuando le manifestaba más amor que nunca; y no encontraba nada; no sabía, no se atrevía, la urgencia de una resolución inmediata acababa de trastornarle.
Ella pensaba que ya había terminado con todas las traiciones, las bajeas y las innumerables concupiscencias que la torturaban. Ahora no odiaba a nadie; en su pensamiento se abatía una confusión de crepúsculo, y de todos los ruidos de la tierra no oía más que el intermitente lamento de aquel pobre corazón, un lamento dulce e indistinto, como el último eco de una sinfonía que se aleja.
[...]
De pronto se oyó en la acera un ruido de grandes zuecos, con el golpear de una cachaba; y se elevó una voz ronca que cantaba:
Souvent la chaleur d´un beau jour
Fait réver fillette à l´amour.
Emma se incorporó como un cadáver que se galvaniza, suelto el pelo, fijos los ojos, muy abiertos.
[...]
-¡El ciego! -exclamó.
Y Emma se echó a reír con una risa atroz, frenética, desesperada, creyendo ver la horrible faz del mísero, que se levantaba en las tinieblas eternas como un endriago.
Il suofla bien fort ce jour-là,
Et le jupon court s´envola!
A mí hace tres años y medios me salvó "El año de la muerte de Ricardo Reis", un libro también muy alegre... ¿Quién me salvará en estos momentos?
ResponderEliminarRecuerdo esa lectura tuya que, por otra parte, es mi favorita de Saramago.
EliminarAhora te puede salvar Thomas Pynchon, se me ocurre.
Y otro día habría que hablar del poder desalentador de la literatura, que también existe, ¿no te parece?.
A mí me fascinó "El árbol de la ciencia", en los tiempos del COU, pero me deprimió profundamente. Tuve una época de ir por la vida a lo Andrés Hurtado.
Lo curioso, y lo bueno, es que así también se podía ligar.
Que al fin y al cabo es lo importante. En fin, ánimo.
Un abrazo.