AÚN no es el tiempo del echarpe
y la petaca y la fusta con el pomo de plata dorada. No, no ha llegado todavía
la hora de los regalos y de las excentricidades que tanto le fastidiarán. El momento
de los intercambios de retratos y mechones de pelo y los días con lágrimas de
folletín están lejos. Por ahora Rodolfo solo acaba de llegar a la cabaña de
almadreñeros que hay en el bosque. Nos viene emperejilado, los bucles negros de
su pelo embadurnados en un ungüento que le ha conseguido Homais. Las paredes de
la cabaña son de paja. Y el techo tan bajo que nuestro lascivo seductor ha
tenido que tenderse sobre un montón de hojas. Estrena el tisú dorado que le regaló
Virginia, aquella comedianta de Ruán que tuvo la mala idea de empezar a
engordar. A nosotros Virginia ni nos va ni nos viene, la verdad, pero hemos de
reconocer que también nos empiezan a resultar insoportables sus quejas de
amante desatendida. Nosotros ahora, como Rodolfo, solo tenemos pensamientos
para la mujer del médico. Emma es bonita, muy dulce y tiene la piel algo pálida.
Además, ha leído a Chateaubriand. Rodolfo, cuando se la imagina desnuda, se
queda en tenguerengue. Desde los pasados comicios en Yonville está febril y no
ha tenido reparos en despilfarrar sus bienes para seducirla: albaricoques,
aves, conejos, incluso un hermoso Boulonnais de pura raza. Así que ahora está
ansioso. Febril y ansioso por cobrarse ya su pieza.
De modo que lo vemos empezar a desnudarse
para ganar tiempo. Se desprende de la levita entallada y el tisú. Al contemplarse
medio desnudo, su vanidad se inflama y su deseo se dispara. Frente a ese
medicucho gordezuelo y avejentado, su lozanía será irresistible para Emma. Rodolfo
esgrime una sonrisa de orgullo y decide también quitarse los escarpines y el
ceñido pantalón. Saberse más atractivo que el marido colma su narcisismo y lo
anima a llevarse la mano a su miembro que, tirante e inquieto, respira dentro
de la cabaña como un voraz animalillo. Rodolfo calibra la calidad de la
erección y se felicita a sí mismo. Como no puede contenerse, comienza a agitar
su falo con lentas y grandes sacudidas. Fantasea con Emma, a punto de llegar, y
se pregunta si la prefiere con camisola o miriñaque, con el pelo suelto o
recogido, pero antes de decidirse, y sin saber muy bien cómo, ya ha derramado
sobre el suelo lleno de hojas y un poco también sobre la levita azul que
descansaba a su lado. Pero no le importa. Él confía en recuperarse pronto, pues
se tiene por un descendiente directo de Príapo. Nosotros, sin embargo, lo vemos
desde aquí como lo que es: un pobre diablo rijoso, un petimetre de provincias, un
panoli donjuanesco algo escuchimizado que se vanagloria de la ristra de cadáveres
que está a punto de engrosar.
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