Lo primero que hay que reconocer en la segunda
invitada a la tertulia de El clan de los
irlandeses es su valentía. Y su maestría, porque desde el primer minuto
supo driblar las embestidas de los tres morlacos que tenía delante
recibiéndonos a puerta gayola, pues antes de que abriéramos la boca era ella la
que estaba haciéndonos preguntas a nosotros. Desconozco si le gustan los toros,
pero puedo afirmar que nuestra invitada salió aquella tarde por la puerta
grande y habiendo cortado no solo seis orejas sino, además, tres arrobados
corazones. Vamos, que conversando con ella uno disfruta más que Sabina viendo
una corrida de José Tomás.
Inma es una de esas personas con estilo, archielegantes
y extraafables, cuyo trato denota que ha viajado, que ha leído y que ha tratado
con gente de bien, signifique lo que signifique gente de bien. Inma trabaja de
orientadora en un instituto como podría haber trabajado de secretaria de Muñoz
Molina o de marchante de los cuadros de Sorolla. Quiero decir que tiene un alma
sensible, robusta y delicada a un tiempo, e inclinada a los asuntos sociales.
De ahí que la charla girara en torno a los problemas socio-familiares que
aparecen detrás de los alumnos conflictivos. Ella ha estudiado en profundidad
el tema y nos contó como buena psicóloga que los comportamientos disruptivos de
estos alumnos están motivados por desequilibrios emocionales que hunden sus
raíces en una infancia llena de soledad y abandono.
Por eso había que reivindicar, decía entre copas de
vino y con una dulzura que se le
derramaba por todo el mantel, la importancia de la escuela, pero no de una
escuela que expulsa sistemáticamente y a las primeras de cambio a estos
alumnos, sino de otra en la que ella cree y por la que lucha, una escuela que actúe como segundo útero
materno —que los vuelva a parir y amamantar—, o como una especie de Ítaca
educativa que restañe las heridas y donde el maestro sea una Penélope que con
un trato más cercano al alumno restituya los déficits estructurales de esos Ulises
más desfavorecidos. Aquí, en esta lucha en pos de una escuela ideal, es donde
se le ve su parte quijotesca y romántica.
Pero, ojo, porque demostró también que no es una de
esas hippies cándidas o una “happyflower” naïf que vive en el mundo de las
piruletas y los fuegos artificiales. Ella tiene los pies en el suelo, (bueno,
es un decir, sus tacones se lo impedían, pero algún día se dará cuenta de que
sin ellos está más linda) y es consciente de la dificultad, incluso de la
imposibilidad a veces, del modelo de escuela que propone. Conoce muy bien,
porque los vive día a día, los obstáculos de unos, el victimismo de otros, la
desidia de muchos, las barreras económicas y el trapicheo burocrático, en fin,
que trae consigo la realidad. Pero ella lucha, no se detiene y sigue su curso.
Porque ella es impenitente, y clara y alegre como los ríos que van a dar a la
mar, que en este caso es el vivir.
Esa mezcla de romanticismo y realismo que encerraban
sus palabras la fueron convirtiendo a medida que pasaban los minutos en un
nuevo ser stendhaliano.
Luego la conversación se fue por otros derroteros y
fuimos dilapidando la tarde a base de ron, chismes, chistes, anécdotas y
preferencias sexuales, que son las cosas sobre las que se fraguan las
verdaderas amistades, esas que vencen el paso de los años y el peso de la
distancia. Fue una de esas tardes mágicas donde el tiempo se congela y uno se
siente completo y eterno.
Uno, al final, no recuerda a la gente por lo que
dice o por lo que hace. Uno, al final, solo ama y recuerda a la gente que te
hizo sentir bien cuando la tenías cerca. A este grupo, donde ya estaban desde
hace mucho mis compadres saramaguianos, llegó aquella tarde y para siempre (una
de las tardes más curvas de mi vida) mi querida Inma, mi ilustre invitada, mi
hermosa y curvilínea Cunegunda.
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