Para suicidarse Erasmo ha elegido la noche,
el sábado y el puente de Triana. Desea una muerte literaria y algo macabra y fantasea
con que su nombre aparezca al día siguiente en todas las portadas. O al menos
en la sección de esquelas del ABC, junto a una nota que ha escrito esa misma
tarde explicando sus motivos. Erasmo está encima del pretil, apoyado en una
farola y mirando las aguas negras que lo acogerán en su seno. Listo para el
último salto. Pero en ese momento pasa por allí ese viandante solitario que en
todas las ciudades recorre la noche fatigando su soledad.
—¡Alma
de Dios, bájese usted de ahí, ¿no ve que puede caerse?
—Yo ya
soy un caído. Hace tiempo que caí de la nube vaporosa de los sueños y desde
entonces arrastro mis alas por este mundo, que no es otra cosa que una vulgar
ciénaga con mosquitos.
—¿Cómo
dice?
—Digo
que esta caída será para mí la única forma de ascender.
—Ciertamente,
no logro entenderlo pero, mire usted, sea lo que sea, ya pasará. Andaríamos
buenos si nos quitáramos de en medio cada vez que sufriéramos un revés. No
ganaría el mundo para cementerios.
—El
cementerio soy yo. Cada célula de mi cuerpo es un nicho. Cada poro de mi piel,
una lápida.
—Tiene
usted un hablar muy raro, como de otros tiempos.
—¡Tanto
da! Las palabras han arrastrado en todas las épocas el mismo fardo de mentiras.
Desde que el primer hombre pronunciara la primera palabra, el lenguaje no ha
hecho más que aislar al ser humano y confundirlo. Nada tan inocuo y tan
ridículo como una letra detrás de otra letra. La palabra “paz” no trae la paz;
la palabra “libertad” no trae la libertad; y, encima, dejan en el ser humano la
amarga constatación de una aspiración imposible.
—Pero
usted sabe hablar. Y tiene ideas, aunque sean terribles. Eso es esperanzador.
Quizá su nihilismo pueda ser el punto de partida para que la próxima generación
empiece a construir algo verdadero. Usted tiene alma de filósofo.
—
¡Quiá! La filosofía es un cuento para viejas que toman a las cinco su pastilla.
La filosofía, como la pintura, la literatura, la música y todas las artes, no
sirve más que para revelarnos el inmenso fiasco del mundo, su trágica
insuficiencia, su infinita vaciedad. Y las mejores obras de arte son aquellas
que demuestran con mayor claridad que la vida es una engañifa, un churrete, una
mascarada.
—Pero
la belleza es un fin en sí misma, y eso nos salva, o al menos nos consuela.
—A mí
no. En el Guernica yo no veo belleza,
sino la crueldad del ser humano; en la Venus
de Milo yo no veo belleza, sino la amputación del ser humano; en Madame Bovary yo no veo belleza, sino la
estupidez embrutecedora del ser humano. Cada vez que me tropiezo con una obra
de arte, siento deseos de matarme.
—¡Oh!
Usted es un exagerado.
—¿Exagerado?
Escuche cualquier sinfonía de Mahler. Afirmará usted que exudan belleza,
¿verdad? A mí solo me transmiten el fracaso del hombre en su búsqueda de la
felicidad. ¡Quién puede vivir con semejante tristeza! Si escucho tan solo un movimiento, ya no hago otra cosa más que pensar en volarme
la cabeza.
—Pero
tendrá usted familia, ¿no? Piense en ellos. En el sufrimiento que su muerte les
causará. ¿No le hace eso siquiera dudar?
—No
tengo familia. Una soga de esparto coronó el cuello de mi mujer una noche de
verano. Después, mi única hija fue devorada a dentelladas durante cuatro años
por los perros de la leucemia.
—¡Cielo
santo! Aún vivirá alguno de sus padres. Es usted un hombre joven.
—Mi
padre se llama Dolor y mi madre, Soledad. A los seis meses, quienes me dieron
la muerte creyendo darme la vida me abandonaron en un orfanato católico.
—¡Ah! Pero
allí lo habrán educado en la fe cristiana. Allí le habrán convencido de que
Dios lo ama y lo protege, pese a todo; los sufrimientos de esta vida se
trocarán en momentos de gozo cuando el Señor lo reclame.
—Ningún
animal es más depravado que un cura. En aquel infierno de sotanas me vejaron,
me humillaron, me violaron. ¡En nombre de Dios! ¡En nombre de Dios! ¡Porque
Cristo, su único hijo, así lo quería! Crecí sintiendo envidia de los excrementos
del cerdo y de las llagas del leproso. Ahí hallaba más pureza que en el fondo
de mi alma.
—La
palabra de Dios está por encima de las acciones de sus mensajeros en la tierra.
En la Biblia hay esperanza y consuelo, hay amor. Léala de nuevo, como si fuera
un diálogo entre Dios y usted, sin mediadores. Quizá eso le ayude a soportar la
vida. Olvídese del pasado. Olvídese de todo.
—¿La
palabra de Dios? La Biblia es un cuento de los hermanos Grimm; Jesucristo, un
lobo con afán de protagonismo; y Dios, tullido, torpe y rencoroso a causa de su
invalidez, ha devenido en el más macabro de todos los románticos.
El viandante solitario no sabe qué decir. Ha
agotado todos sus argumentos. Y como en ningún lugar te enseñan a despedirte de
un suicida, se da la vuelta sin abrir la boca y torciendo el gesto. Erasmo lo
ve alejarse lentamente, luego mira hacia abajo, hacia la muerte húmeda que lo
espera, y cuando escucha un ruido seco y violento, gira la cabeza y ve al
viandante solitario que tanto ha retardado su muerte debajo de las ruedas de un
camión. Entonces, en ese instante, como en una revelación, Erasmo aprecia la
belleza del mundo, la verdad de la vida, la infinita bondad de Dios y de todas
sus criaturas hechas a su imagen y semejanza.